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Written by 10:34 AM CULTURA, ENTREVISTA, PORTADA

Entrevista Daniel Guebel: «La escritura es una adicción como cualquier otra»

Daniel Guebel
Daniel Guebel nació en Buenos Aires en 1956. Ha publicado decenas de libros entre los que se destacan «La perla del emperador» (Ganadora del Premio Emecé Novela), «Matilde», «Nina» y «Derrumbe». El año pasado obtuvo el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras por su novela «El absoluto». Está reconocido como  uno de los mejores escritores argentinos de su generación. Acaba de publicar «El hijo judío», su última novela.

 

En tiempos de La paz, cuando Guebel era ya un escritor reconocido y un creciente animador cultural, una señorita se acercó al autor y le dijo que escribiría muy bien, pero que no lo leería más porque no la hacía llorar. Alrededor de treinta años después, uno de los escritores más prolíficos de nuestro país, de una imaginación y una inteligencia que no necesitan más menciones, escribe finalmente un libro desde el pathos más íntimo. Y, como era de esperar, se convierte para muchos en uno de sus libros más importantes —si no el más— aun a pesar de su corta extensión y de su temática emocional y tan familiar a todos: el derrumbe del padre.

Estamos en Tanizaki, un restaurante de comida japonesa que hace justo honor a su nombre —solo por si acaso alguien lo desconoce, Junichiro Tanizaki es uno de los más grandes autores de Japón—. Estamos frente al mejor de los Guebel posibles.

Juan González del Solar: En El hijo judío las referencias a la Carta al padre de Kafka son ineludibles, pero el tono tiene diferencias esenciales. Acá, no hay tanto reclamo, sino elegía, memoria. ¿Cómo lo ves? ¿Qué perseguías al mencionar a Kafka directamente en el texto?

Daniel Guebel: La Carta al padre es un texto que releo y que siempre me resulta inabarcable y distinto. Es un texto denso, que no se lee de un tirón. La primera lectura fue de muy joven, y ahí sentí una gran identificación con el modo y el tono en que Kafka interpela a su padre, Hermann y le dice que no lo ha entendido, que ha sido un mal padre, un farsante, un simulador, que engañaba a la familia haciéndoles creer en tradiciones y costumbres judías en las que él mismo no creía. Con el tiempo, esa primera lectura se va modificando y la empiezo a leer como una especie de interpelación judicial y como un reclamo tan comprensible como desmedido, y hasta injusto. Kafka, no habiendo sido padre, no comprende, me parece, que la figura del padre siempre tiende al error, comienza como ley absoluta y luego se va degradando, disolviendo. La Carta al padre es un texto de disolución de la figura paterna, hay una momento en que Kafka descubre que la ley del padre es falible, es objetable, y hay otro que tiene que ver con el pilpul, esa operación retórica judía de análisis de los textos sagrados, en la cual, construida la objeción, se deja lugar para una reformulación. En el caso del pilpul, la objeción de la palabra de Dios puede ser infinita porque la lectura de los textos religiosos puede ser una lectura hermenéutica infinita, ya que se supone —a mi juicio, de manera demasiado generosa— que Dios es infinito. En la Carta al padre, Kafka le da lugar a Hermann para que se convierta en su interlocutor, y que así el examen de la verdad de la historia sea doble: así como él objeta a su padre, le da lugar al padre para que lo objete a él; es como si le dijera “voy a ser justo y no solo voy a decir lo que tengo para decirte, sino que voy a imaginar aquello que vos me dirías a mí”. Y lo que Franz dice de sí mismo, imaginando el pensamiento del padre, es espantoso. Es una operación tan cruel como sofisticada, y que reproduce un terror infantil. Hay un momento en el cual el hijo, comprendiendo que no es para el padre todo lo que podría ser, que no es el absoluto, que no es la totalidad, empieza a ponerse en el lugar del pensamiento del padre para ver en qué falla, y la elaboración de esa falla asume una dimensión catastrófica; en el caso de Kafka, esa dimensión es la de una eficaz retórica de la autodenigración.

Con la Carta al padre, Kafka realiza una operación tan retorcida como aquella, famosa, de su última voluntad, cuando le pidió a su amigo Max Brod que quemara sus escritos. Escribe la Carta, se la da a la madre con la misión expresa que se la pase al padre, y la madre no lo hace sino que se la devuelve. ¿Trabajaba Kafka esa Carta esperando que hubiera recepción y lectura del texto, o sabía de antemano que no la habría? ¿La hubiese escrito aun anticipando que su padre no iba a leerla? ¿O la escribió seguro de que su padre no la leería, porque el verdadero destinatario era su madre, a la que él, el hijo débil, frágil, sensible, quería hacerle saber lo que pensaba de su marido? Mi caso es distinto. Yo escribí El hijo judío sabiendo que mi padre no iba a leerlo, no lo hubiese escrito de ninguna manera si él hubiese sido capaz de hacerlo. Y, además, en mi libro está la omnipotencia paterna, pero también el momento de extrema debilidad de la senectud, con la presencia constante de la muerte, rondando.

JGS: Me gustaría que ahondaras un poco acerca de las diferencias entre los textos.

El texto de Kafka es lo que su título dice, una interpelación directa. En cambio, El hijo judío es un libro sobre el padre y también sobre la madre, de una manera mucho más directa que en la supuesta en la Carta. Luego, El hijo judío está dividido en dos partes, orgánicamente: una aborda los recuerdos de la infancia y la otra, el presente. La primera parte es un texto constituido, en el fondo, sobre una escena de violencia, seguida de una maquinaria de interpretaciones y de cotejos entre mi libro y el de Kafka; y por supuesto hay un cierto humorismo cuando yo mismo interpelo a Kafka y le pregunto de qué se queja, si mi padre me trató mucho peor de lo que Hermann lo trató a él. La segunda parte es un texto mucho más liviano y escrito en escenas narrativas donde casi no hay reflexión sobre los hechos. No hubiese escrito El hijo judío si no hubiese habido un doble movimiento, el del relato acusatorio de los hechos del pasado y la exoneración amorosa en el presente. En cambio, en Kafka, el rencor sobrevive hasta el fin, lo sobrevive como la vergüenza.

 

 


 

JGS: ¿Qué lugar ocupa el enojo en este proceso de escritura?

DG: Mi viejo tuvo un ACV hace 7 años. Tuve que ocuparme junto con mi hermana de complejas cuestiones sobre su atención médica. No solo tuvo un ACV, sino también muchas operaciones, internaciones… Así que el enojo es anterior. Al mismo tiempo, lentamente, el proceso de debilidad y necesidad de mi padre rompe esa emoción congelada anterior. No hay manera de que no ocurra eso.

JGS: Hay diferentes momentos en tu libro: la coyuntura, el presente, el enojo, el recuerdo, el reclamo, una exoneración y, luego, sobre eso, el proceso de escritura, explicitado.

DG: Hay momentos en que uno dice: ya no sé qué más hacer frente a la demanda comprensible de un padre que quiere seguir viviendo en su casa, que quiere ser visitado, y que ignora por completo que ocuparse de él no solo es ir a visitarlo, sino también ocuparse de muchas cosas, y esto es fuerte y agobiante. Además de las discusiones sobre qué hacer, si internarlo en un geriátrico es un beneficio para él o es su condena más absoluta, una pregunta infinita. Además, las cuidadoras, las negociaciones con ellas, las discusiones con ellas, los trámites, los reclamos, las peleas con la obra social…

JGS: Esa mirada egocéntrica que también está en el libro. Pero volvamos a tu madre, un personaje muy fuerte en el texto. ¿Leyó ella la novela?

DG: Sí, por supuesto. Pero dejemos esto de lado. Tampoco es que yo escribí un libro para denunciar la estructura de la violencia familiar. Pensarlo así sería obviar el movimiento total del libro, que es de enfrentamiento y reconciliación. En el texto está lo indecible de la verdadera naturaleza de un vínculo en el que, sometido al terror de la violencia, yo no recordaba los buenos momentos, e incluso cuando mi padre me los recordaba a mí yo no podía hacerlo.

JGS: Hoy sí podés recordar los buenos momentos.

DG: Si. Hubo momentos en que no había violencia. Jugábamos al ajedrez, al dominó, a las damas. Pero lo evidente para mí era que mientras estuviéramos jugando tenía a mi padre, enfrente, ante mi vista. El juego era una forma de control.

En principio, yo escribí el libro para hacer algo con el asunto y para sacármelo de encima. Lo que descubrí, de nuevo (uno descubre lo mismo varias veces a lo largo de su vida), es que los recuerdos son siempre construcciones.

JGS: Bien, tenés tu novela terminada, que reconstruye a la vez el pasado. ¿Cómo queda el presente?

DG: Esa sensación de resolución o alivio de un asunto ocurre en el momento de la escritura, después el pathos vuelve, la carga vuelve. Por eso la escritura es una adicción como cualquier otra. Para estar bien uno tiene que escribir todo el tiempo. Hay otro punto que tiene que ver con la cuestión de lo autobiográfico: no hay modo de expresar hasta el fin la realidad de los hechos. No solo porque no hay hechos sin interpretación, sino porque no hay hechos sin la lectura del recuerdo. No hay modo que el recuerdo sea íntegro y completo. “Voy a decir la verdad” no existe. Lo que sí hay es la voluntad de agotar un relato doloroso y salir de allí de una buena vez por todas.

En El hijo judío hablo también de la relación entre la palabra y la cosa, la evidencia de la fractura entre el lenguaje y los objetos, su relación carente de estricta necesidad, podía haberme llevado a la psicosis, y no sé si no la bordeé en ese momento de descubrimiento donde el lenguaje tembló. 

JGS: Creo que esta novela es tu mejor obra, hay otros críticos con los que coincidimos en eso. ¿Vos cómo ves esto? 

DG: No sé cuál es mi mejor libro y tampoco pienso en esos términos.

JGS: ¿Y si tuvieras que decirle a alguien por qué es tu mejor libro? 

DG: Creo que puede gustarle a los lectores que aprecian los libros ceñidos a su objeto narrativo, sin digresiones. A los que prefieren los libros que se van por las ramas, podría no gustarles.

JGS: No creo que exista tal cosa, creo que las digresiones son elementos narrativos absolutamente orgánicos con un buen texto. No es que una digresión sea irse por las ramas, sino ampliar el árbol —para continuar con el cliché—.

DG: Cuando hablo de las digresiones me refiero al tema musical principal y su variación. Por ejemplo, hay un texto que se emparenta con El hijo judío. Se trata de Derrumbe. Ahora, Derrumbe es un texto donde podría pensarse que su forma es la de una improvisación de jazz. Al leerlo no sabés si el tema principal es la separación del narrador, la pérdida del vínculo matrimonial y la pérdida del vínculo diario con la hija, o las meditaciones sobre el fracaso artístico. ¿Cuál es el tema principal y cuál es la variación?

JGS: Hay algo en la escritura que es distinto. Yo creo que acá hay algo más profundo que en tus trabajos anteriores.

DG: El hijo judío está más ceñido al objeto. La variación es la meditación sobre lo kafkiano, lo kafkiano es una interpelación del propio escritor. Yo juego al pilpul con Kafka, a quien por otra parte entiendo como la apoteosis de la literatura judía, religiosa y no religiosa. La variación en mi texto es Kafka.

JGS: No creo que sea propiamente una variación.

DG: Es un especie de espejo desviado. Corintios, 13,12: “Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido”.

JGS: Lo llamativo —para mí, que tengo algunas diferencias con otros— del libro es que su humor es mucho más orgánico. No es un texto que esté tan atento al lector y a la emocionalidad del otro, sino a la emocionalidad de la propia escritura.

DG: No me creo capaz de premeditar los efectos en el lector. Para mí el acto de la escritura es un acto de sacrificio al objeto narrativo, no un acto de especulación con un lector imaginario. Sé que tarde o temprano lo que escribo se publica, pero no pienso en términos de una operación destinada a provocar un efecto en el lector. Cuando encuentro un escritor que sabe hacerlo me resulta admirable. Por ejemplo, cuando leí Mamá, de Fernández Díaz, me quedé asombrado porque me provocaba efectos emocionales dónde él quería provocarlos. Yo sé, en cambio, que no puedo concebir mis textos para retener o conseguir lectores. Me gustaría que ocurriera porque pienso: si esto me importó a mí a alguien más le tiene que importar.

JGS: ¿Quién es el destinatario de tu libro?

DG: No lo hay. Si lo hay, no lo sé. Que el protagonista, mi padre, no pueda leerlo, fue condición de posibilidad para que el libro se escribiera.

JGS: ¿Y vos como destinatario? ¿Vos, tu hermana, tu madre?

DG: Mi hermana no leyó el texto, dijo: demasiada familia por ahora. Mi hija tampoco lo leyó. A los hermanos de mi padre y a mis primos les di una versión anterior. Una parte de la familia me hizo una serie de devoluciones. De hecho, en la primera versión, el texto tenía 50 000 caracteres menos, y agregué cosas en base a los comentarios que recibí. Hay un momento que me parece importante que tiene que ver con mi ira y que revela lo injustificado de algunas de mis acusaciones, la escena dónde cuento la muerte de mi abuelo y mi enojo con mis tíos y con mi padre por el hecho de estar allí, solo, en ese momento. Cuando entrego esa versión, uno de mis tíos lo lee y me dice: “Yo estaba ahí”. Eso demuestra la falibilidad de mi recuerdo, mi invención involuntaria o la ajena. Porque, o mi tío dice la verdad y yo construyo una versión tan rencorosa como falsa, o mi tío inventa una escena para quedar bien en un libro, cosa que dudo mucho. Entonces, ¿dónde está la realidad en un relato autobiográfico? Todo hay que leerlo como “novela familiar”, haciendo recaer el peso en la palabra “novela”.

JGS: Pero también hay algo que es cíclico, vos estás hablando de vos, de vos padre, de tu hija, sos vos hijo, vos padre.

DG: Hay una pregunta sobre la herencia de la violencia. Mi bisabuelo ha sido más duro con mi abuelo que mi abuelo con su padre, mi padre ha sido menos duro conmigo que mi abuelo con él, y yo he sido menos duro con mi hija que mi padre conmigo. 

JGS: Es un peligro común juzgar el pasado con los ojos del presente.

DG: El pasado tiene una estructura narrativa distinta.

JGS: Sin duda… Saturno devora a sus hijos hasta que Júpiter le pone límites. La temática paterna es clave en otro de tus libros, El absoluto y en ambos está especificada la búsqueda del padre. ¿Qué relaciones encontrás entre estos libros? ¿Hay diferencias o evolución entre El absoluto y El hijo judío en relación con el padre?

DG: En El Absoluto hay una pregunta constante sobre el valor del legado paterno, en términos artísticos, culturales y políticos. En ese sentido, en El absoluto ese legado define la totalidad. En El hijo judío hay una pregunta sobre los motivos de la experiencia del desamor en la infancia y la experiencia de la reconciliación en la adultez.

JGS: ¿Qué modificaciones ves con respecto a otros libros tuyos? ¿Qué lugar ocupan la ironía, la burla, el cinismo y la parodia, tan presentes en tu literatura? ¿Qué recursos hay en este libro que no haya en otros si acaso hubiera?

DG: Ni siento ni percibo que esos elementos tengan importancia en mi literatura y no veo que estén en El hijo judío… creo que tiene que ver con el tono más o menos sosegado del humor. La parodia para mí es exhibicionismo.

JGS: En El absoluto hay un juego paródico permanente.

DG: ¿En relación con qué?

JGS: En relación con las hipérboles, la hipérbole es una parodia, ¿no coincidís? 

DG: No.

JGS: ¿No hay hipérboles en las vidas que llevan estos genios, no hay hipérbole en El absoluto?

DG: En la aspiración de totalidad, o de obediencia a un legado, o en el deseo de modificar el rumbo del Universo u obtener la inmortalidad o llegar al comienzo del Big Bang. Pero aunque en el libro haya momentos cómicos, no hay voluntad de parodia. Sí hay deseos de una paleta colorística, en términos de tonos narrativos. En cuanto a lo hiperbólico… Me parece que la exageración es el modo actual de ser realista. Si no subrayás el efecto pasa desapercibido.

JGS: En El hijo judío eso no está, ¿por qué?

DG: Me parece que es un texto al que le conviene un tono bajo, no lo necesita. Es un texto escrito en voz baja. ¿A quién le estoy contando esto? No sé, pero si hay alguien, se lo estoy contando en voz baja.

JGS: A diferencia de otros libros, da la sensación, al menos para mí, de que estás en este libro menos atento al latiguillo, a la utilización de tus súper probadas imaginación e inteligencia. O que estas salidas son más orgánicas o están mucho más integradas, como es el caso de la afirmación de que un católico es un judío politeísta. ¿Cómo lo ves?

DG: Estoy de acuerdo. Para mí la literatura es un ejercicio espiritual de sacrificio en relación con un objeto, de disposición en relación con un asunto. Hay asuntos que necesitan galas y asuntos que necesitan despojamientos. A este asunto le conviene despojamiento.

JGS: Y por eso no hay latiguillos…

DG: No sé cuáles serían los latiguillos.

JGS: Esas frases que están en tus libros que son “tan inteligentes, graciosas y efectivas”.

DG: No renuncio a ellas. Aparecen o no aparecen. Tené en cuenta que soy una persona grande, tal vez se me ocurren menos. Ya la palabra latiguillo es una tontería. Prefiero el látigo de la aceptación de las condiciones de la escritura.

JGS: En este libro hay una madurez diferente. 

DG: Yo siempre pienso en la última novela de Manuel Puig: Cae la noche tropical. Puig pasa del experimentalismo pop de sus inicios, de la hipertrofia de recursos narrativos, a la obediencia a una voz, y esa voz quizá sea la de una tía de su juventud que es la que lo impulsó a escribir. En el fin está el principio. Son las voces de dos señoras hablando, y en ese despojamiento final es donde me parece que escribe su mejor obra —junto con El beso de la mujer araña—.

JGS: ¿Y en este caso esto se aplica a vos?

DG: Sería bueno que se aplicara, ojalá.

JGS: A mí me parece que sí.

DG: Dejo constancia de mi interés por eso. Por una obra despojada. A la vez, Cae la noche tropical es un perfecto final, lujoso, pero lujoso en relación con la percepción de la gran riqueza de ese mundo lingüístico que no necesita de plumas.

JGS: ¿Y esto lo pensás en relación con El hijo judío?

DG: No hay manera de que hablar de un autor que nos interese no fuese un modo de pensar en qué le interesaría a uno que se leyese en la propia obra, pero no necesariamente eso se consigue. Hay que ser modesto. Yo no digo que soy mejor que Kafka. Yo digo que mi libro le explica a Kafka que hay cosas que no entendió. Y, ahora que lo pienso, hubiese sido muy interesante decírselas. ¡Quizá le habrían servido! De un moishe al otro…

Carta al padre es extraordinario… Mi libro es más amable. Bueno, yo lo escribí a los 61. Kafka habrá escrito su libro a los veintipico, treinta y pico… Me acordé de algo: cuando era jovencito, una vez en el bar La Paz, dos personas me hicieron dos pedidos. Una fue Fogwill, que me dijo: “¿Por qué en vez de escribir esas pelotudeces de príncipes no escribís el libro de un muchacho judío de barrio”. Y yo, perdido en mi mundo de entonces, pensé: “¿Y a mí qué me importan las historias de un muchacho judío de barrio? ¿Para qué quiero contar algo de lo que quiero salir?”. Y una mujer me dijo: “Vos escribís bien, pero hasta que no me hagas llorar tu literatura no me va importar un carajo”. Creo que El hijo judío responde a esos dos pedidos.

JGS: Luego de haber escrito este libro, ¿qué dirías de este padre?

DG: Pobre, este padre hizo lo que pudo. Y a veces se le fue la mano.

JGS: ¿Es solo la violencia física?

DG: No, en la violencia física hay una connotación moral, la constatación de una impotencia.

JGS: Y decías “una tradición”, un concepto muy judío.

DG: Yo no pertenezco a ninguna tradición. Las voy creando con los libros que escribo. Funcionan como mis antecesores, yo voy fundando mis antepasados en los libros que voy escribiendo. Y son tradiciones culturales en las que voy ingresando. Un libro que tengo inédito es una novela japonesa que reescribe Hamlet en el siglo xiv.

JGS: ¿Y por qué no publicás ese libro?

DG: Lo estoy corrigiendo, tenía casi 800 páginas y le saqué 300.

JGS: ¿Cómo se inserta en tu bibliografía luego de El hijo judío? Parece de otro momento tuyo.

DG: No necesariamente publico mis libros en orden cronológico. Me parece que no hay que pensar mi literatura en una temporalidad que indicaría progresión, sino en una expansión de campos. Por un lado, el campo de la política: Los elementales, La vida por Perón y La carne de Evita. Por otro lado está la zona de ficción autobiográfica: Derrumbe, El hijo judío y Las mujeres que amé —en el sentido de que la relación entre el autor y el narrador está más enlazada que otros—. Otra zona sería: el exotismo y la novela amorosa, que pueden ir juntas o separadas.

JGS: En esta triada de Derrumbe, Las mujeres que amé y El hijo judío hay una diferencia substancial en el lugar del narrador, en el lugar del objeto del texto.

DG: En Derrumbe, la voz del narrador es una voz hiperbólica, es el que más sufre en el mundo, el que más ha perdido, al que peor le va. Es un narrador hiperbólico y cómico por exceso. En Las mujeres que amé esa voz está atemperada, y en El hijo judío ya no existe.

JGS: ¿Cómo ves la evolución de los personajes a lo largo de la narración? ¿Cómo evitás que ese movimiento, por ejemplo, del reclamo a la exoneración, no resulte forzado?

DG: En El hijo judío no hay reclamo. En el sentido de que, como no hay un destinatario…

JGS: Dijiste que había un reclamo y una exoneración, hay una denuncia.

DG: Sí, hay enojo, hay una denuncia. No hay reclamo porque el destinatario no puede recibir esa denuncia. Pero lo que llamamos reclamo es también una reconstrucción del propio narrador para la comprensión del funcionamiento de los hechos. Como en la tragedia griega, por otra parte, el héroe que comete un exceso, comprende y paga una culpa, es castigado por los dioses, y habría que ver si tiene alguna culpa porque él no sabía que Yocasta era su madre y que el viejo que se encontró en un cruce de caminos era su padre, Layo. Solo sabía algo, si es que sabía algo, de manera inconsciente. ¿Por qué se arranca los ojos? Había visto lo prohibido, el incesto, y no lo quiso ver.

JGS: Bueno, en Edipo en Colono hay una reformulación.

DG: Edipo en Colono es uno de los textos fundantes de la literatura de occidente y de mi propia biografía y de mi historia de lector; fue un libro que me llegó íntegro, se fue desplegando para mí, cayó sobre mi rostro como un plato volador. Cuando apareció El absoluto, imaginé el momento en que la narradora se ocupa de su padre como si fuera una versión de Edipo en Colono. Creo que eso corresponde al cuarto libro de El absoluto, que es el más breve. Al tiempo, yo interrumpo la escritura de El absoluto para escribir Derrumbe, que es una ampliación de esa escena en algún sentido. Derrumbe sale de ese momento de El absoluto, se anticipa, y al mismo tiempo, mientras mi hija iba creciendo y tenía que aprender a cruzar la calle, yo le decía: “Imaginá que soy ciego y me tenés que cruzar”. Y aún hoy, cuando tenemos que cruzar, ella me da instrucciones. Está atenta a la velocidad de mi caminar, si no puedo caminar tan rápido como ella, porque está atenta a los signos de vejez del padre.

JGS: Y ella algún día tu hija será madre.

DG: ¿Qué edad tenés vos?

JGS: 41.

DG: Ya es hora de que seas padre.

JGS: ¿Cuál es el objeto de narración de tu libro?

DG: El intento de reconstrucción de los motivos hipotéticos de la decepción hipotética que un hijo produce en un padre, y el intento infantil de pensar de qué modo un hijo puede articularse como persona y qué debe hacer para satisfacer esa expectativa paterna, que él toma por verdad y por ley cuya reglamentación no conoce o no existe.

JGS: ¿Es el primer libro que escribís desde las tripas?

DG: No, no es el primer libro que escribo desde las tripas. Además lo escribí de manera fácil, veloz y serena. No me costó esfuerzo. Todo venía como dado. Yo sabía de lo que estaba hablando. Hay libros que me resultaron mucho más difíciles y tormentosos en un sentido íntimo, como Matilde. Yo releo Matilde y me perturba emocionalmente. El hijo judío me parece que es una obra de sabiduría, no de perturbación. Es una obra donde puedo sentirme más reconciliado. Sabiduría judía.

JGS: ¿Cómo ves este libro dentro de tu obra?

DG: Yo recorrí 3 ciclos. El primer ciclo, vanidoso y juvenil, me hizo pensarme como un autor capaz de recorrer todas las literaturas. En el segundo ciclo, tuve la impresión de que trabajaba por serie y por corte. Que un libro tenía zonas que eran ampliadas y expandidas por el siguiente, y que luego esa expansión se cortaba y yo ingresaba a una zona nueva. Después ingresé en otro ciclo de autor en el que escribí El absoluto, una novela que dentro del marco de mis otros textos se presentaba como vasta y monumental. El absoluto fue como una condensación de mi literatura anterior y una investigación de asuntos nuevos por ambición, dimensión y totalidad. Fue como la madre nave de “la guerra de las galaxias”, de la que se desprendían naves pequeñas. Y luego ingresé en otro ciclo que es el actual, del que no tengo la menor idea de qué es. No sé en qué estoy pero quiero seguir escribiendo.

 

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Escritor, editor y crítico; consultor literario; dicta talleres de lecto escritura; y es profesor de Literatura en el secundario. Actualmente se desempeña también como director de www.engerundio.com.

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Etiquetas: , , Last modified: 29 noviembre, 2018
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