Las próximas elecciones tendrán un tercer actor con chances serias —tal vez, muy serias—. Este candidato no será —como nunca lo es— alguien surgido de la novedad, sino que compartirá pasado con uno o incluso con los dos poderes mayoritarios actuales; y está bien, todos tenemos pasado y da la impresión de que no hay espacio tampoco en el electorado para apostar por nuevas figuras que no puedan ostentar alguna pertenencia a “la familia política”, aun cuando esto suponga inexorablemente pésimas referencias —la experiencia mide alto en el ánimo del votante por estos días—. En otras palabras, no parece haber ánimo para un “que se vayan todos”, sino para que entre los que hay resuelvan esto como sea. Este escenario ofrece a este tercer candidato la —preciosísima— oportunidad de no necesitar perder el tiempo en promesas de “limpieza” —ya sea moral o histórica— que no resistirían un meme y, en cambio, enfocarse no ya en su persona, sino en sus planes y proyectos. Ya no habrá tanta emocionalidad ni revolución de la alegría, tampoco hay espacio para la mística, sino para ofrecer una visión de país concreta, pragmática y que dé la sensación de ser realista y realizable en un marco de seguridad jurídica que condene la corrupción. Y no mucho más, a qué perder el tiempo, que se fue todo. El electorado parece estar dispuesto a soportar casi cualquier esperpento a cambio de un candidato que le ofrezca una salida viable más o menos enmarcada en el bienpensantismo —más o menos, esta variable dejó de ser parte esencial de la conducción del discurso; “show me the money” siempre termina siendo el treinta y tres de mano—.
Pero, así como el candidato tiene pasado —y la ropa se lava en casa y esto lo resolvemos entre los que estamos que no hay tiempo ni ganas para experimentos—, así como esta “tercera opción” habrá ya transitado alguno o ambos de los espacios antagónicos de los últimos años, el elector también. Y no solo eso, es altamente probable —y acá está la novedad esencial de este momento— que haya creído mucho en alguno de los dos, tal vez en ambos, y que la desilusión sea la emoción que prime: habrá que ver entonces de qué forma este sentimiento estanco y que mira al pasado se transforma en acción y futuro —léase, en la elección de un candidato—. En definitiva, tenemos dos partes con un pasado al que miran con una vergüenza que no se podrá decir ni recordar: al argentino no le agrada asumir culpas, es víctima o héroe, pero nunca un equivocado. Mas esta emoción estará, la desilusión conlleva casi inexorablemente la vergüenza, máxime para una población que se jacta de la lucidez en sus análisis, y todos sabemos que vitoreamos a unos y otros y que unos y otros resultaron fracasos —frente a los ojos de quienes buscan esta tercera vía, claro, esa gigantesca porción del voluble electorado nacional—.
Es claro que las dos partes, candidatos y electores, tienen pasado, pero lo curioso estará en cómo cada una ha de lidiar con eso, y parece estimable que, cercanos como somos al cinismo y a la hipocresía, cada uno recurra a tratamientos antitéticos. Por un lado, el candidato deberá asumir su historia, hacer su mea culpa, dar las mínimas explicaciones posibles y centralizar su discurso en el futuro, en las soluciones que “ahora sí” entiende que son definitivamente las mejores: el pasado habrá sido, en todo caso, una dura escuela, necesaria, por qué no, pero ya lejana, pasada; podrá el elector sentir cierta empatía con este balance, pero no es él quien está siendo juzgado y, por lo demás, jamás podrá recordársele esta variable especular. Del otro lado, un elector que, pese a sí, apaleado, desilusionado, triste, enojado, quiere creer. Y quiere creer —porque creer es lo suyo— en las políticas, en las soluciones, quiere verlas viables, realizables y, en lo posible, enmarcadas en discursos con contenido cargados de sensibilidad social; quiere que alguien le diga que las necesidades básicas estarán cubiertas, que más o menos va a funcionar, que no se viene otro 2001 —desde este punto de vista, se puede pensar que este elector no será muy exigente, y este dato tiene que ser muy tenido en cuenta en tiempos en que todo se registra y en que cada vez se soporta (del otro) más la bajeza de la realidad y menos la mentira—. Y por sobre todo quiere creer que no es responsable, no quiere que nadie le recuerde nada, mucho menos un candidato que antes que apuntarle el dedo tiene que apuntar sobre sí mismo un puño. El votante, a fin de cuentas, fue en el pasado un actor pasivo, no merece mayor condena que este presente y todos los presentes anteriores.
Y no solo eso, es altamente probable —y acá está la novedad esencial de este momento— que haya creído mucho en alguno de los dos, tal vez en ambos, y que la desilusión sea la emoción que prime: habrá que ver entonces de qué forma este sentimiento estanco y que mira al pasado se transforma en acción y futuro —léase, en la elección de un candidato.
Hubo, en los primerísimos tiempos de la crisis de 2001, cierta corriente que asumía que tal vez éramos responsables por algo de lo que nos ocurría, que de alguna manera esos políticos que nos habían llevado hasta ahí nos representaban. Esa idea fue rápidamente oprimida, el marco sugerido fue el opuesto —lo curioso es que fueron las revistas de actualidad más banales quienes titularon así, y así quedó—, los argentinos, hidalgos, habíamos tomado las calles y dicho basta, habíamos dado por tierra con el opresor, éramos, en definitiva, los héroes de la historia: los políticos podían volver al planeta de donde habían venido —esta metáfora, ya cursi y remanida, estuvo en boga por cierto tiempo—. Llegó Duhalde y consolidó esta idea con una promesa de futuro absoluta: estábamos condenados al éxito. Llegó el kirchnerismo y ya el espejo era una fiesta, conformábamos un país con buena gente, y cuánto más.
Hubo, en los primerísimos tiempos de la crisis de 2001, cierta corriente que asumía que tal vez éramos responsables por algo de lo que nos ocurría, que de alguna manera esos políticos que nos habían llevado hasta ahí nos representaban.
Hay en todo este juego sentimental que siempre son las elecciones una variable clave, que debe tener muy en cuenta este tercer candidato: podrá asumir errores e intentar despegarse de sus antiguos aliados; podrá atacar de forma encarnizada a la fuerza que siempre tuvo lejos —si acaso fuera el caso— e intentar polarizar la elección en un idílico “todos ellos en oposición a nosotros”; pero tendrá que tener en cuenta que cada vez que vaya contra el otro estará yendo contra el pasado del elector, y a nadie le gusta que le recuerden que se equivocó, que apostó por inútiles y corruptos, que defendió una y otra vez fracasos.
Siempre habría que volver a Julio César de Shakespeare, la segunda escena del tercer acto resulta imprescindible: reconocer al otro y partir del otro. Bruto tal vez no sea ahora un hombre honorable, pero hasta hace un rato compartíamos todos el senado, así que mejor pensar a futuro y tener más que presente que los compatriotas son, ante todo, amigos, aun cuando apenas unos minutos antes celebraran la muerte de César.
Escritor, editor y crítico; consultor literario; dicta talleres de lecto escritura; y es profesor de Literatura en el secundario. Actualmente se desempeña también como director de www.engerundio.com.
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