Este artículo es un extracto del libro «Cambia todo», de Leticia Gasca, disponible en Amazon
Es muy probable que en un par de décadas recordemos al 2020 no tanto por el virus, sino por haber marcado el punto de inflexión en el que entramos a una nueva era de vigilancia remota. Una de las facetas más oscuras del teletrabajo es el rápido incremento en el uso de tecnologías de monitoreo remoto. En el primer trimestre de 2020, millones de empresas de todos tamaños implementaron programas para monitorear las computadoras de sus empleados. Estas herramientas pueden medir el tiempo activo e inactivo de los colaboradores en aplicaciones y sitios web clave, monitorear el uso del teclado, aplicar políticas de seguridad de datos e incluso capturar imágenes para comprobar si los trabajadores están sentados, en sus casas, frente a sus computadoras.
A fines de marzo y principios de abril de 2020, la firma de investigación Gartner realizó una encuesta acerca del uso de software de vigilancia; en ella entrevistó a 420 líderes de recursos humanos, 317 líderes del área de finanzas, y 4 mil 500 gerentes y empleados de todo el mundo. La firma halló que casi el 20% de las organizaciones compraron algún tipo de software o tecnología diseñada para rastrear y monitorear a empleados remotos. Gartner proyecta que el 48% de los empleados seguirán trabajando de forma remota incluso después de que termine la pandemia. También concluye que las herramientas de vigilancia seguirán usándose en el futuro. Las organizaciones que implementan este tipo de herramientas deben ser transparentes respecto a su uso para evitar dificultades legales y, sobre todo, para generar confianza en la fuerza laboral en torno a las implicaciones de privacidad.
El historiador Yuval Noah Harari ya ha advertido que el COVID-19 puede traer consigo una nueva era de vigilancia. “En cien años, la gente podría mirar hacia atrás e identificar la epidemia de coronavirus como el momento en que inició un nuevo régimen de vigilancia, especialmente la vigilancia under the skin (“vigilancia corpórea”), que, creo, es quizás el desarrollo más importante del siglo XXI, la capacidad de hackear seres humanos», según un artículo publicado en el Financial Times. Harari basa su afirmación en la estrategia de China para combatir el coronavirus.El gigante asiático monitorea teléfonos inteligentes, usa cámaras de reconocimiento facial y obliga a los ciudadanos a informar al gobierno acerca de su temperatura corporal y estado de salud. De esa forma, las autoridades chinas pueden identificar a potenciales portadores del virus y rastrear sus movimientos para determinar con quiénes han estado en contacto.
Gartner proyecta que el 48% de los empleados seguirán trabajando de forma remota incluso después de que termine la pandemia.
Otros países han seguido estrategias similares. En Israel, por ejemplo, la agencia nacional de seguridad, Shin Bet, está usando tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir el terrorismo con el objetivo de rastrear a los pacientes con coronavirus. Las tecnologías, e incluso las herramientas de vigilancia remota, no son intrínsecamente buenas o malas. La tecnología puede ser una excelente herramienta para combatir la pandemia, y su beneficio o perjuicio dependerá de cómo se la use. Sin duda, si las herramientas de vigilancia masiva se normalizan y caen en manos de actores poco éticos, se abriría una zona de gran peligro. Pongamos el ejemplo de la vigilancia facial. Si contamos con suficientes cámaras de vigilancia y un algoritmo poderoso, es factible rastrear todos los movimientos de las personas, sus hábitos y con quiénes se reúnen, creando un panóptico digital. El panóptico es un modelo de prisión ideado por el filósofo alemán Jeremy Bentham, en 1791. Su nombre proviene del griego pan + optikós, que significa “verlo todo”. Así, el panóptico es en realidad una cárcel circular en la que las celdas se encuentran en el perímetro. En el centro del edificio se construye una torre en cuyo interior están los guardias, que podrán vigilar a los presos de manera permanente y con la enorme ventaja de que estos no sabrán cuándo son vigilados. En otras palabras: las personas dentro de las celdas no pueden ver lo que ocurre en la torre, pero los guardias pueden ver cada centímetro de las celdas. En tanto que el preso se sabe vigilado, se creía, se comportará apropiadamente. Se construyeron varias cárceles con esa idea: la cárcel Modelo de Madrid, la cárcel de Caseros de Buenos Aires y la penitenciaría de Lima, Perú; sin embargo, el modelo de Bentham no triunfó, ya que bajo estos modelos de vigilancia, el reo, constantemente observado, es orillado a la deshumanización y a los trastornos de conducta.
De un modo similar, la vigilancia facial permite que una autoridad centralizada pueda monitorear todos los movimientos y conexiones en el espacio público. La tecnología como herramienta neutral tampoco funciona siempre. Un caso famoso es el de Steve Talley, un analista financiero de Colorado que fue confundido con otra persona por un sistema de reconocimiento facial. En 2015 fue arrestado y acusado de haber robado un banco. Talley peleó el caso y con el tiempo fue absuelto de los cargos, pero el proceso lastimó a su familia y provocó que perdiera su empleo. Dicen que todos tenemos un gemelo en el mundo. ¿Qué pasaría si alguien que se parece a ti comete un crimen? ¿Qué pasaría si un gobierno totalitario decidiera usar esta tecnología para identificar disidentes o personas que participan en marchas en contra de la autoridad?
En Israel, por ejemplo, la agencia nacional de seguridad, Shin Bet, está usando tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir el terrorismo con el objetivo de rastrear a los pacientes con coronavirus.
En este libro discutiré una y otra vez que la tecnología por sí sola es neutral, pues carece de moralidad, de la capacidad para distinguir el mal del bien. Lo que importa es el uso que le damos. En el caso del reconocimiento facial, el peligro es que casi ningún gobierno en el mundo ha desarrollado los mecanismos de supervisión y responsabilidad necesarios para evitar el mal uso de los datos. Personalmente, espero que el coronavirus acelere estas regulaciones, o que al menos lleve a que se discutan más abiertamente los peligros de la vigilancia facial. Coincido con Harari en que el mayor peligro que enfrentamos es la normalización de la vigilancia under the skin, o intracorpórea (en contraste con la vigilancia over the skin, o corpórea, como las tecnologías de reconocimiento facial). El historiador sugiere un experimento mental: imaginemos que un gobierno hipotético exige que cada ciudadano use un brazalete biométrico que monitorea la temperatura corporal y la frecuencia cardiaca las 24 horas del día. El análisis de esa información puede identificar que estás enfermo incluso antes de que te des cuenta, y también sabrá dónde has estado y con quién te has reunido. Un sistema así podría detener cualquier epidemia en cuestión de días. Puede identificar en qué momentos del día tienes tos o te ríes a carcajadas. Desde luego, también puede monitorear tu presión arterial y frecuencia cardiaca al momento de leer una noticia o platicar con un amigo.
El escenario planteado por Harari me recuerda a la escena inicial de uno de los mejores episodios de la serie Black Mirror. “El monitoreo biométrico haría que las tácticas de piratería de datos de Cambridge Analytica parezcan algo de la edad de piedra”, asegura Harari. Una vez que una organización o gobierno tiene suficiente información biométrica, es capaz de conocernos mucho mejor que nosotros mismos. No solo puede predecir nuestros sentimientos sino también manipularlos y vendernos cualquier cosa, ya sea un producto de consumo o un candidato político. ¿Qué hacer al respecto? Muchos gobiernos tienen prohibido por ley almacenar y usar información biométrica de sus ciudadanos. Sin embargo, el COVID-19 (o el temor a un segundo brote del virus) puede ser el pretexto perfecto para mantener o implementar sistemas de vigilancia biométrica.
La humanidad está en un punto de inflexión. Creo, sin embargo, que no tenemos que elegir entre privacidad o salud: si creamos las políticas públicas correctas podemos tener ambas.
Este artículo es un extracto del libro «Cambia todo», de Leticia Gasca, disponible en Amazon
Es cofundadora de Fuckup Nights y directora del Failure Institute, el primer think tank dedicado a estudiar este concepto. Columnista de Forbes y The Economist, también es autora del libro Sobrevivir al fracaso. Primeros auxilios para negocios al borde del fracaso (y cómo prevenirlo).
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