Casi cuatro décadas atrás la Argentina de Raúl Alfonsín se debatía entre la recuperación del sistema político y el imposible desafío económico que planteaban los duros años de la que luego sería conocida como “La Década Perdida”, no sólo para el país sino para toda América Latina. El entusiasmo por la recuperación democrática pronto quedaría empañado por un dilema económico que para nuestros políticos y economistas constituía un eterno callejón sin salida. Fue precisamente del flamante presidente argentino de aquel entonces la decisión de consultar a expertos de la Agencia de Cooperación Internacional del Japón (JICA) sobre las posibilidades y los obstáculos para el desarrollo económico nacional.
La decisión no era casual: en los 80 Japón era la encarnación del milagro económico: a menos de cuarenta años de las consecuencias de la peor de las guerras, ya rivalizaba económicamente con las naciones más avanzadas del planeta y los principales economistas polemizaban sobre las virtudes e interrogantes acerca del extraordinario modelo económico nipón. La calidad de sus autos ya ponían de rodillas al sistema automotriz de la cuna de Ford: Detroit. Sus relojes digitales y sus motocicletas ya eran famosos en todo el planeta, y otro tanto ocurría con sus sofisticados sistemas de audio. Pocos años antes un trío de empresarios de Sony habían creado un estéreo personal cuyo nombre iba a ser revolucionar la cultura popular: el Walkman.
El país oriental era el mejor ejemplo económico posible. De él aprenderían luego los tigres asiáticos y aún hoy sigue siendo un faro para el desarrollo económico sostenido de los países emergentes. La treintena de expertos que estudió el caso argentino estaba liderado por Saburo Okita, prestigioso economista que había sido ex Ministro de Asuntos Exteriores del país oriental y ostentaba el honor de ser uno de los artífices de la recuperación económica japonesa de posguerra. La experiencia directa, de primera mano, acerca de cómo poner de pie un país, no podía estar en mejores manos. El diagnóstico sobre el caso argentino fue plasmado en un informe de unas mil páginas que, pese a su precisión quirúrgica, durmió un injusto sueño del olvido que pronto alcanzará las cuatro décadas.
¿En qué radica el acierto del “Estudio sobre el Desarrollo Económico de la República Argentina”, más conocido como el “Informe Okita”? Podríamos definirlo con una sola palabra, bastante elusiva para los dirigentes argentinos de aquellos años y, por desgracia, también de los actuales: macroeconomia.
La compleja relación entre el Estado rector, sus élites nacionalistas, las empresas privadas y una comunidad organizada y patriota con miles de años de cultura, fue la confluencia virtuosa de factores que caracterizó la recuperación japonesa de posguerra. Por desgracia, ese plan estratégico pacientemente aplicado durante toda la segunda mitad del siglo XX por los disciplinados japoneses era un sueño imposible para la dirigencia argentina, que fluctuaba entre una liberalización extrema de la economía y un dirigismo que confundía a menudo las primaveras económicas autóctonas, creadas por una frágil sustitución de importaciones, con un desarrollo integral que pronto mostraba ser ilusorio.
Los sabios consejos del informe Okita no están ausentes en el discurso de quienes quieren proyectar imagen de modernizadores entre nuestros candidatos y dirigentes: sus postulados son de sentido común. Ocurre que la ortodoxia liberal argentina no abandonó jamás la nostalgia del “granero del mundo”, exportador de materias primas. Una mirada miope, preindustrial, de las posibilidades argentinas, más allá de las promesas de industrialización. Los años pasaron y nuestra élite política y económica decidió olvidar los consejos de Okita, para quien “La contracción industrial es la causa principal del estancamiento económico global. La liberalización de la economía (durante el régimen de facto 1976-83) y la sobrevaluación del peso provocaron la serie de dificultades actuales de la economía argentina al deprimir la industria manufacturera y provocar la acumulación de una gigantesca deuda externa”.
Un estallido, tres o cuatro hiperinflaciones y numerosas devaluaciones del peso han pasado bajo el puente y podría decirse que todo lo dicho en el informe Okita sigue vigente. Las recientes palabras del embajador japonés en Argentina, Takahiro Namakae, parecen resucitar el espíritu de aquel añejo pero preciso informe sobre nuestro eterno estancamiento económico. “Tenemos mucha expectativa de que pronto Argentina solucione sus dificultades en la macroeconomía”, dijo recientemente el embajador.
El optimismo no parece razonable para pensar en un país obsesionado con las soluciones a corto plazo, pero nuestras riquezas naturales y nuestro valor humano siempre pueden llegar a cambiar nuestro rumbo en el buen sentido. Para ello debemos volver a priorizar la competitividad industrial, expandir nuestras exportaciones y potenciar el Estado como agente innovador. Pero no podemos pasar por alto que la recuperación japonesa estaba sustentada en una sociedad que ya desde el periodo Meiji (1868-1912) había sido preparada para entrar en la era industrial de la que gozaban los países occidentales. El desarrollo industrial sustentable sin dudas no es soplar y hacer botellas, y la sociedad japonesa, con su sorprendente entramado de valores filosóficos y prácticos no fue resultado de una serie de medidas económicas coyunturales, sino más bien de un esfuerzo sostenido a través de los años.
El espíritu del informe Okita, sin dudas, sigue vigente como una generosa enseñanza para una Argentina que aún busca el equilibrio económico que necesita para su desarrollo, y el milenario Japón, su encarnación más perfecta, aún constituye un ejemplo a seguir. Es deseable que la rica historia en las relaciones bilaterales entre nuestros dos países consiga, gracias al impulso de la actual gestión, refrescarnos la memoria sobre los problemas –y soluciones- que Saburo Okita, junto a su grupo de expertos, propuso para nuestro país hace ya casi cuatro décadas atrás.
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