Uno de los autores que más ha expandido mi capacidad reflexiva en los últimos tiempos es Harari. Mi camino en el universo del coaching está profundamente ligado a la lectura de su libro Sapiens. Este año, durante una conferencia del ACP avanzado, Juan Vera compartió una cita de 21 lecciones para el siglo XXI que resonó profundamente en mí: “Era más fácil luchar contra la explotación que contra la irrelevancia”. Aunque Juan hizo una presentación excepcional sobre este tema, en ese momento no pude evitar perderme en un torbellino de reflexiones sobre nuestro ser humano.
¿Qué nos hace relevantes como humanos? ¿Por qué enfrentar la irrelevancia requeriría una lucha? ¿Es esta irrelevancia, desde una perspectiva productiva, una mala noticia? ¿O quizás nos desafía a conversar sobre lo que realmente nos define como especie? Más aún, ¿puede existir algo como la irrelevancia para nuestro ser espiritual más profundo?
Reflexionando sobre estas preguntas, comencé a ver una conexión entre la irrelevancia como especie y el aburrimiento que enfrentamos a nivel individual. Ambas, aunque incómodas, pueden ser motores poderosos para la creatividad y el redescubrimiento.
La irrelevancia como desafío colectivo
Cuando Harari habla de relevancia, parece aludir directamente a la productividad, ya que su planteo se relaciona con cómo la tecnología ha transformado nuestro papel como seres humanos. Este desafío no es nuevo; hemos enfrentado este temor desde que comenzaron a surgir herramientas que nos liberaron de ciertas tareas. Desde la invención de la calculadora hasta las primeras computadoras, la humanidad ha vivido un diálogo constante entre crear instrumentos que faciliten nuestras vidas y temer ser reemplazados por ellos.
Curiosamente, Harari mismo describe en Sapiens cómo la agricultura, lejos de ser nuestra gran conquista, terminó esclavizándonos como especie. Tal vez, impulsados por el miedo y el deseo de seguridad, construimos nuestra identidad en torno al trabajo y al hacer, buscando protegernos. Pero este enfoque nos alejó de nuestro vínculo con la tierra y con otras especies, alimentando un ego colectivo que nos lleva a creer que estamos por encima del planeta y sus habitantes.
La tecnología, en este contexto, se presenta como un ángel y un demonio para nuestro ego colectivo. Por un lado, la desarrollamos para ayudarnos, sorprendidos por su alcance y motivados por un amor desmedido a la productividad. Por otro lado, representa una fuente de miedo profundo, cuestionándonos qué sucederá con nosotros cuando las máquinas nos “reemplacen”. Sin embargo, olvidamos que el propósito original de los sistemas de procesamiento de datos es aliviarnos de tareas que nos resultan costosas. Estos avances crecen desde la colaboración, no desde la competencia. Esto nos lleva a una pregunta crucial: ¿podemos redefinir nuestra relevancia desde otro lugar, o seguiremos anclados a medirnos únicamente por nuestra productividad?
Aburrimiento como espejo y oportunidad
El aburrimiento es una emoción que, aunque inicialmente puede parecer negativa, tiene un potencial inmenso para impulsarnos hacia el autodescubrimiento. Kierkegaard, por ejemplo, lo describe como una puerta hacia el conocimiento profundo de uno mismo.
Esta emoción ha sido el motor detrás de grandes avances en la historia. Sin el aburrimiento, posiblemente no existirían el arte, la filosofía o incluso los grandes momentos de innovación. Un ejemplo icónico es el de Isaac Newton: en 1665, durante su aislamiento en el campo debido a la peste bubónica, lejos de sus obligaciones académicas, formuló sus teorías sobre el cálculo, la óptica y la gravitación universal. Lo que podría haberse percibido como un tiempo “improductivo” se convirtió en una etapa revolucionaria para la humanidad.
Un paralelismo contemporáneo puede observarse en 2020, cuando el mundo se detuvo a causa de la pandemia de COVID-19. Durante ese tiempo, muchas personas se volcaron al arte, la cocina y la escritura, mostrando cómo el aburrimiento puede transformarse en creatividad y conexión con nuestros deseos más profundos. Incluso los niños nos ofrecen ejemplos fascinantes de este fenómeno: un niño aburrido puede convertir un simple palo en un avión o unas piedras en autos que compiten en una carrera apasionante. Estas pequeñas escenas muestran cómo el aburrimiento estimula la imaginación y permite crear universos únicos con los recursos más básicos.
El aburrimiento nos invita a reflexionar. Es en su incomodidad que surge el deseo de superarlo, lo que nos impulsa a explorar nuestros intereses, redefinir nuestras prioridades y crear nuevas realidades. En este proceso, inevitablemente nos enfrentamos a preguntas fundamentales: ¿Qué me define? ¿Qué es relevante para mí en este momento?
Estas preguntas nos llevan nuevamente al tema de la irrelevancia. Como especie, hemos pasado milenios persiguiendo la protección, la seguridad y la comodidad, moldeando el mundo para satisfacer nuestras fantasías. En cierto sentido, estuvimos “distraídos” de nosotros mismos. Pero ahora, con la tecnología avanzando a una velocidad incontenible, nos enfrentamos a un nuevo desafío: el vértigo de lo incontrolable. Este contexto nos obliga a sentarnos y reflexionar seriamente: ¿Hacia dónde queremos dirigirnos? ¿Qué tipos de experiencias nos alimentan? ¿Cuál es nuestro verdadero rol en la Tierra?
El lenguaje como creador de mundos
En el coaching ontológico, sostenemos que el lenguaje no es solo descriptivo, sino profundamente creador. Cada palabra, cada declaración, moldea nuestra percepción y realidad. Desde esta perspectiva, el lenguaje tiene el poder de dar vida a nuevos mundos o consolidar aquellos en los que ya habitamos.
Esta idea resuena especialmente cuando pienso en la irrelevancia y en cómo nos definimos como humanos. Me vienen a la mente obras de arte como la serie Black Mirror. Si observamos la evolución de la tecnología, podemos ver cómo muchos de los robots y avances que hoy son reales se asemejan a los que se mostraban en la ciencia ficción de décadas pasadas. Esto plantea una pregunta fascinante: ¿es el arte una premonición del futuro o, más bien, una declaración que lo crea?
En Black Mirror, se exploran escenarios distópicos que nos confrontan con el impacto de las tecnologías modernas: drones en guerras, la obsesión con las redes sociales, o el uso de inteligencia artificial para controlar la vida cotidiana. Sin embargo, rara vez vemos obras que presenten marcos colaborativos entre el ser humano y la tecnología. ¿Por qué? ¿Por qué imaginamos futuros donde la tecnología es una amenaza, en lugar de ser una oportunidad expansiva para nuestra humanidad?
Volviendo a la cita de Harari sobre la lucha contra la irrelevancia, me pregunto: ¿por qué sentimos que necesitamos luchar? Desde el coaching, veo una posibilidad más enriquecedora: en lugar de abordar este cambio desde el conflicto, podríamos comenzar a conversar sobre cómo abrazarlo. ¿Cómo nos sostenemos unos a otros en este proceso? ¿Qué espacios podemos crear para explorar nuestra vulnerabilidad y conectar con lo que llamamos nuestro “ser más grande”? En otras palabras, ¿a qué queremos dar vida?
El miedo al cambio siempre viene acompañado del deseo de defendernos. Pero quizás esta lucha por la relevancia no sea muy diferente de intentar escapar del aburrimiento con distracciones como redes sociales, comida chatarra o televisión. Ambas respuestas buscan evitar una confrontación más profunda con lo que somos y lo que nos define.
Finalmente, me queda esta pregunta: ¿estamos imaginando futuros distópicos porque los tememos, o los estamos creando desde nuestro lenguaje? Nuestro poder declarativo puede ser un espejo de nuestros miedos, pero también una herramienta para imaginar y construir futuros más plenos, humanos y conectados.
La integración como respuesta al miedo
El miedo ha sido un motor clave para el desarrollo tecnológico. Bajo la apariencia de comodidad, hemos creado herramientas que nos evitan desafíos, y que también nos alejan de la conexión humana profunda. Esto genera una tensión entre un progreso que facilita la productividad y la comunicación, y una realidad que nos priva de espacios de vulnerabilidad y conversaciones significativas. Trabajo diariamente con equipos en Argentina, Brasil, Colombia y México, todo desde mi computadora. Muchas de esas personas solo las conozco virtualmente. Por otro lado, me comunico con mi hermano en Dinamarca, a quien no he abrazado en más de cuatro años, y solo conozco a sus hijos a través de fotos y videos. Estos ejemplos ilustran la dualidad entre la eficiencia tecnológica y las necesidades emocionales humanas. Desde la perspectiva de la productividad, el avance es asombroso. Pero desde el lado humano, surge la pregunta:¿cómo logramos que estas herramientas no solo amplifiquen nuestras capacidades prácticas, sino que también enriquezcan nuestras relaciones? ¿Cómo diseñamos un futuro donde la tecnología sirva tanto para la eficiencia como para la conexión emocional? En lugar de resistir el avance tecnológico por miedo a la irrelevancia, tal vez el camino sea la integración. El coaching ontológico tiene un rol crucial aquí: acompañar la transformación del miedo en amor y del ego en colaboración. Así, podemos imaginar un futuro donde las máquinas amplifiquen nuestra creatividad y capacidades humanas, ayudándonos a pasar del ser desde el hacer al ser que hace. En ese marco, la lucha puede ceder su lugar a la integración. ¿Por qué nos empeñamos en que los sistemas se parezcan a nosotros, en enseñarles emociones y empatía? Quizá no tememos tanto a los robots como a lo que representan: la necesidad de mirarnos a nosotros mismos, de enfrentar nuestras incomodidades y redefinirnos como especie. El desafío no es solo tecnológico, sino profundamente humano.
Conclusión
Pienso en todas estas posibilidades y me lleno de entusiasmo. Sin duda, el movimiento es desafiante, y también inevitable. Como coach, trabajo profundamente en la aceptación y la confianza en ese movimiento. Claro que la idea de ser “reemplazados” por máquinas es provocadora para nuestra especie, tan desafiante como lo es para una persona comenzar un trabajo nuevo o tener una conversación incómoda con una pareja o colega. En ambos casos, el verdadero desafío es una invitación a mirarnos y a integrarnos para atravesarlo. La incomodidad, en cualquier forma, siempre trae consigo una puerta al crecimiento.
Estoy convencido de que donde está el miedo, también está el deseo. ¿No es acaso fascinante, aunque hoy nos resulte descabellado, imaginar un mundo donde dejemos de definirnos por lo que hacemos y nos volquemos plenamente a lo que realmente queremos ser? Este miedo a la irrelevancia productiva puede ser el primer paso hacia algo más significativo, si lo tomamos como una oportunidad para encarnar nuestro espíritu y construir conexiones más profundas.
Este camino no está exento de dolor, y creo que lo que más duele del dolor es nuestra resistencia a él. El vientre de la ballena, esa oscuridad que podríamos estar comenzando a enfrentar, es el lugar necesario para renacer. En ese espacio de vulnerabilidad, el dolor nos recuerda lo que realmente importa y nos invita a buscar apoyo, a tejer redes y a generar encuentros. Tal vez, más que nunca, necesitamos estos espacios en un mundo acelerado por la tecnología. Desde este lugar, se abre una gran oportunidad y un llamado a la comunidad de coaches.
Tenemos el poder y la responsabilidad de ser faros que iluminen este camino: de crear espacios donde el miedo se transforme en valentía, donde el impulso de protegernos individualmente dé paso a la construcción de redes de apoyo; de plantear nueva narrativas; de cambiar la mirada sobre este momento, dejar de verlo como una amenaza y transformarlo en una oportunidad para redefinir nuestra relevancia y generar vínculos más profundos entre nosotros y con el entorno que habitamos. Finalmente, la pregunta más interesante no es cómo luchar o qué hacer frente a la irrelevancia, sino: ¿Qué narrativa elegiremos declarar para nuestro futuro como especie?
- El poder de la irrelevancia - 6 junio, 2025