Una de las grandes preguntas que se ha planteado la humanidad a lo largo de la historia es la que busca saber cómo es el mundo en el que vivimos. Este planteo puede tener aristas filosóficas, antropológicas, religiosas, y tantas otras más como individuos se la cuestionen, pero el principal enfoque que a nuestro juicio debe primar es el de la realidad. Esa concepción honesta y crítica que simplemente analiza un contexto en la intersección de dos avenidas: el momento y el lugar donde nos toca vivir.
Entender el mundo es sin dudas un requisito ineludible para quienes quieran entender el ejercicio de la política en sus distintas facetas. Plantearla en abstracto, sin considerar factores culturales, tecnológicos, humanos o valóricos, nos llevará a fracasar con total éxito en el intento de interpretar y ejecutar su ejercicio.
El filósofo y sociólogo polaco Zigmunt Bauman expresó en forma brillante el concepto que a mi juicio mejor resume este, nuestro mundo, y lo llamó un «mundo líquido». Y es esa modernidad líquida la que nos define y nos abruma. Porque nuestra sociedad es así, cambiante, dinámica, relativa, permeable, pasajera, adaptable, incierta, difusa, fugaz, sorpresiva, espectacular, efímera, inmediata, y tantos otros adjetivos que podrían definirla e integrarían una lista tan extensa que cuando terminásemos de enunciarla el mundo probablemente ya sería distinto.
Partamos de una obviedad: hay nuevas realidades que pautan las relaciones humanas, especialmente de las nuevas generaciones (los millenials) con nuevas concepciones culturales y de vida.
Hoy todo cabe en un teléfono celular, hoy el acceso al conocimiento y el entretenimiento es tan distinto que ha determinado un cambio en el sistema de memoria humana (más corta), en el de atención (más dispersa) y en el de estimulación (más ávida). Por ello ha cambiado la forma de expresión de pensamientos y sentimientos, lo que ha causado también una modificación en las modalidades de compromiso y exteriorización en temas políticos, «activismo de sofá» que le dicen, dentro de una zona de confort cada vez más pequeña y como una pantalla más de una existencia «multipantalla».
Cambiaron los valores tradicionales, las prioridades, la noción del valor tiempo, los formatos de familia, el sentido de comunidad y hasta la relación con la vida y la muerte. Todo esto empapado del concepto de liquidez (parece un giro poético pero es la realidad) que hace que esa concepción individual y efímera defina nuestros tiempos. Y esto es lo que es, ni malo ni bueno, es así y los esfuerzos deben estar en entenderlo más que en valorarlo, ya que además correríamos el riesgo de que esa valoración sea anacrónica respecto de esta realidad y por tanto fallida.
Los millenials son hijos de internet, requieren información instantánea, están hiperconectados, su concepción de la vida es poco materialista (o al menos en procura de un materialismo de distintos objetos), son reformistas, críticos, viven entre lo nuevo y lo viejo, y tienen un bajo nivel de resistencia a la frustración. ¿Y por qué queremos entender este mundo y a los protagonistas del mundo que se viene? Porque su concepción del mundo, de la economía, de la cultura y por tanto de la política es la que marcará el futuro (aunque creo que ya lo están marcando).
Cambiaron los valores tradicionales, las prioridades, la noción del valor tiempo, los formatos de familia, el sentido de comunidad y hasta la relación con la vida y la muerte. Todo esto empapado del concepto de liquidez (parece un giro poético pero es la realidad) que hace que esa concepción individual y efímera defina nuestros tiempos.
Los millenials serán en el 2020 el 50% de los trabajadores y en el 2025 serán el 75 % de la fuerza laboral mundial. Por ello, la pregunta no debe ser ¿por qué prestarles atención? sino ¿cómo no prestarles atención? La política debe entender y encarar las cuestiones económicas, educativas, culturales y sociales; y por tanto debe entender que esta generación es el presente y el futuro del mercado laboral. Jóvenes que están altamente preparados, pero que encaran la vida con una mentalidad disruptiva frente a conceptos empresariales tradicionales. Son una generación signada por el cambio y no priorizan la estabilidad ni consideran un honor el permanecer toda la vida en una empresa, sino que tendrán un promedio de duración de dos años en un puesto laboral. Prefieren participar en la toma de decisiones antes que las jerarquías. Aspiran a una gestión flexible, exigen transparencia, una jornada laboral distinta, y que el objetivo del trabajo sea la felicidad y no la productividad, priorizando así una conciliación de la vida profesional y la personal.
Los millenials son hijos de internet, requieren información instantánea, están hiperconectados, su concepción de la vida es poco materialista (o al menos en procura de un materialismo de distintos objetos), son reformistas, críticos, viven entre lo nuevo y lo viejo, y tienen un bajo nivel de resistencia a la frustración.
El futuro nos convoca a entender para poder dar respuestas a fenómenos sociales ineludibles. Según estudios de la Universidad de Oxford, en torno de 700 profesiones serán reemplazadas por máquinas en los próximos 20 años. El «Reporte del futuro de los empleos» presentado en el Foro Económico Mundial de Davos estima que en los próximos cinco años, los progresos tecnológicos puedan crear 2 millones de nuevos empleos, pero también podrían eliminar 7,1 millones de puestos de trabajo en todo el mundo.
Impacta darnos cuenta que el 65% de los niños que empezaron la escuela en las últimas semanas dedicarán su vida laboral a profesiones y oficios inexistentes en la actualidad.
Por eso las preguntas son ¿cómo prepararlos para un mundo que no sabemos cómo será? y ¿cómo estar listos para lo que ignoramos? La política realista (parece raro que debamos hablar de esta categoría) debe ser consciente de que las estructuras de la sociedad ya no serán lo que fueron, ese el primer postulado que debe quedar más que claro. La educación ha cambiado, pero sobre todo han cambiado sus alumnos. Y donde la primera no se aggiorne quedará desencontrada con estos últimos.
Los alumnos cambiaron. Si uno analiza etimológicamente la palabra alumno, esta significa «sin luz» (a-lumini), es decir que los alumnos concurrían al aula para iluminarse de la sabiduría de su docente, único depositario de esa luz de conocimiento. Esto ha cambiado: hoy los alumnos concurren ya con luz desde sus casas, porque la encuentran en mil focos que tienen al alcance de su mano, en internet. La web está llena de información (y también desinformación que no aporta conocimiento genuino) y cualquier estudiante probablemente recurra antes a un tutorial de youtube o a las miles de páginas de su gusto antes que a uno de los depositarios de conocimiento tradicionales. Y ahí está el desafío, en aliarnos a esa realidad antes que combatirla.
Y entender es acompasar, porque si tenemos programas educativos del siglo XIX, docentes del siglo XX y alumnos del siglo XXI, pareciera que el resultado es bastante obvio.
Los modelos educativos intactos y obsoletos deben ser objeto de revisión. El oyente pasivo no funciona, el tiempo didáctico debe reformularse ya que los alumnos solo el 25% del tiempo se encuentran en las aulas. Esa reestructura debe pasar por docentes motivados que piensen más en el lunes que en el viernes. Y esa motivación debe pasar por modelos innovadores, una nueva escuela que contemple el aprendizaje personalizado, actualizada a docentes digitales y no análogos, que tengan un rol moderador más que de fuente y que así los intereses de quien enseña coincidan con los de quien aprende.
La educación en los tiempos que vivimos debe ser tecnológica, social e inclusiva; encarada con la convicción de que se aprende también en la comunidad y no solo en la escuela. Debemos convencer a la política (responsable de marcar los lineamientos de la educación) de que ese mundo líquido en el que vivimos necesita de una educación técnica, corta y concreta, porque ese mundo cambia constantemente y no esperará por las largas carreras convencionales. Miremos a quienes ya han recorrido el camino y donde podemos aprender para enseñar, miremos hacia Singapur, Nueva Zelanda, Finlandia o Suiza, casos de innovación y realismo.
Hay que enseñar a aprender, borrar y reaprender, enseñar habilidades blandas que no pasan de moda. Destaquemos la ética, la sociabilidad, la responsabilidad o la empatía. Dotemos a los estudiantes de herramientas de comunicación, trabajo en equipo y escucha activa. Fomentemos su adaptación al cambio, su creatividad y su habilidad de resolver problemas. Potenciemos su asertividad, actitud positiva, espíritu de servicio y seguridad personal. Es decir, enfoquémonos en generar habilidades más que capacidades
Todo esto en un marco de tolerancia y respeto a todas las opiniones, porque sin dudas la educación es el principal generador de convivencia. Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión, como decía Nelson Mandela. Y es por eso que desde esa formación en fraternidad, se construye una sociedad más libre e igualitaria.
Entendamos las nuevas generaciones, sus necesidades educativas y su influencia en el mercado. Entendamos sus prioridades, metas y sueños. Entendamos la sociedad para poder mejorarla desde el ejercicio del poder. Es decir, entendamos el nuevo mundo para plantear una nueva política.
Abogado. Diplomado en Gestión Pública por el Instituto Tecnológico de Monterrey, México y Master en Políticas Públicas y Relaciones Internacionales por el Instituto Ortega y Gasset de la Universidad Complutense de Madrid. Actualmente se desempeña como Profesor de Ciencias Polìticas en la Universidad Católica del Uruguay y Secretario General de la Intendencia Departamental de Maldonado. Ha sido Vicepresidente de la International Young Democrat Union (IYDU).
- El nuevo mundo demanda una nueva política - 11 abril, 2018