Suiza está en el centro de la atención mundial, y no es sólo por esa variante de los relojes llamada Federer. El foro económico mundial continuó la semana pasada con su tradición de abrir el año en Davos. Es el célebre encuentro que congrega a los principales líderes mundiales, tanto en el sector público como en el privado, sin olvidar a los jóvenes más influyentes del planeta, los “global shapers”, aquellos que por su precoz trayectoria son fuertes promesas de liderazgo en el mediano y largo plazo.
Sólo hace falta prestar atención al discurso que dio en el encuentro el presidente francés, Emmanuel Macron, para comprender la influencia decisiva de Davos en el diseño de la agenda mundial durante los últimos años: palabras como “inversiones”, “competitividad”, “tecnologías disruptivas” nos muestran que la narrativa que hoy damos por sentada es lo que una década atrás sólo parecía simple y llano lenguaje empresarial. Es la retórica de la globalización.
Al menos desde la edición 2016 del foro, en la que el tema central fue una posible cuarta revolución industrial (considerando la primera, en 1784, como la revolución del vapor de agua y la producción mecánica; la segunda, en 1870, como la de la electricidad y la producción en masa; la tercera, en 1969, como la de la electrónica y de la producción automatizada) queda claro que el futuro parece el gran protagonista, y buena parte del debate se centra principalmente en lo que está por venir.
Probablemente la gran sorpresa en esta edición la dio el excéntrico y narcisista Donald Trump, tibiamente abucheado por sus insistentes críticas a la prensa, aunque sólo por un instante. Trump sorprendió a todos porque se mostró seriamente dispuesto a reconsiderar su decisión de cerrarle las puertas al famoso Acuerdo Transpacífico (TPP) que congregaría a las grandes economías del pacífico, y al que él mismo le quitó su apoyo minutos después de asumir sus funciones en la Casa Blanca. En su discurso de quince minutos volvió a ponerse en evidencia el claro bilateralismo del republicano, que sugirió la posibilidad de negociar ya sea con el bloque de países, una vez formado, o bien con cada uno de sus países integrantes, por separado, siempre en busca de un acuerdo “justo y equitativo”.
Al menos desde la edición 2016 del foro, en la que el tema central fue una posible cuarta revolución industrial (considerando la primera, en 1784, como la revolución del vapor de agua y la producción mecánica; la segunda, en 1870, como la de la electricidad y la producción en masa; la tercera, en 1969, como la de la electrónica y de la producción automatizada) queda claro que el futuro parece el gran protagonista, y buena parte del debate se centra principalmente en lo que está por venir.
Esas buenas intenciones están lejos de llevarse a la práctica porque Trump ya tiene problemas para negociar tratados precisamente con dos de los futuros miembros del TPP, nada menos que Canadá y México, con quienes siguen empantanadas las tratativas para continuar con el hasta ahora exitosísimo Nafta. A tal punto preocupan las dificultades de renegociación entre estas naciones que hasta salió un grupo de empresarios norteamericanos para pedir que no se dañara el comercio con México, en una zona ya altamente interdependiente.
Nuestra Argentina no tuvo un mal paso en Davos, pero está lejos de sus objetivos de inversión. El diálogo del presidente con Ángela Merkel y su posterior encuentro con Macron no hicieron posible, por el momento, que la negociación entre el Mercosur y la Unión Europea terminara en un acuerdo serio entre los bloques. Pero como ya hemos dicho, Davos no es tan sólo una cumbre de estadistas, y el encuentro con importantes CEOS (entre ellos Sheril Sanders de Facebook y Bill Gates de Microsoft) se puede considerar como un nuevo paso en el camino hacia el desarrollo. Argentina presidirá el próximo G-20, lo que será sin dudas un hito y también un espaldarazo para la gestión del presidente Mauricio Macri. Estos encuentros son fundamentales para seguir dando buenas señales, pero no hay que pedirles más de lo que son. El plan de desarrollo y el análisis de las estrategias para la integración con el mundo vienen mucho antes. Por fortuna hay un sendero de integración en el que se viene trabajando firmemente.
Indudablemente se puede decir que eso no basta, pero no debemos olvidar que el camino del desarrollo requiere mucha más persistencia globalizadora que idoneidad. Pensemos en ciudades como Shangai, que en los 80 parecía una estructura medieval incrustada en el siglo XX y hoy es una constelación de rascacielos de última generación cuya postal no sería inadecuada para ilustrar un análisis pormenorizado del siglo XXI.
Nunca están mal las ideas, pero a falta de ellas no viene mal un sano ejercicio de liso y llano empecinamiento. Claro que 20 años de estabilidad, para nosotros, tal vez sea demasiado pedir.
¿O 20 años no es nada?
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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