De nada sirve enzarzarse en discusiones sobre el racismo de Trump. Se puede encontrar en las redes una larga y muy bien documentada lista de andanadas verbales que no dejan bien parado al republicano, lo cual no es nada nuevo si recordamos las 265 horas de conversación privada entre Nixon y otros funcionarios, que documenta sus insultos a judíos, italianos, negros y hasta irlandeses.
Pero si bien los prejuicios pueden influir en las acciones políticas de un mal estadista, difícilmente se pueda atribuir a ellos las razones por las que un país de la envergadura de los Estados Unidos intenta ponerse firme, por primera vez, ante las complejidades de la inmigración descontrolada. Occidente es particularmente exigente con sus líderes en la defensa de las libertades individuales, pero olvida el rigor desprejuiciado con el que naciones como China abordan estos problemas. Recordemos que el país oriental, hasta hace poco tiempo, ni siquiera tenía un departamento de inmigración para gestionar su creciente flujo de inmigrantes.
Lo de Trump es, pues, indefendible, pero la hipocresía nos juega a menudo malas pasadas. En ese sentido China no parece tener problemas similares, ni hay registro de sus funcionarios rezongando por la presencia de refugiados de países pobres, porque la razón es muy sencilla: los inmigrantes sólo van a China si son expertos, de los que el país oriental puede beneficiarse. No podemos trivializar el sufrimiento de los que Trump ha llamado, imperdonablemente, “países de mierda”. Pero tampoco trivializamos la complejidad del mundo actual, y volvemos a subrayar lo que hemos señalado reiteradas veces: el problema no es Trump sino las razones por las cuales la sociedad norteamericana ha visto en Trump un freno a problemas que arrastra por décadas, y que las anteriores administraciones no han podido resolver.
Occidente es particularmente exigente con sus líderes en la defensa de las libertades individuales, pero olvida el rigor desprejuiciado con el que naciones como China abordan estos problemas. Recordemos que el país oriental, hasta hace poco tiempo, ni siquiera tenía un departamento de inmigración para gestionar su creciente flujo de inmigrantes.
¿Muerto el perro se acaba la rabia? No. Pero no sólo porque Trump es apenas una expresión más desembozada de los prejuicios que atraviesan a la gran nación del norte, sino porque las soluciones, como hemos comprobado en los últimos años, son mucho más profundas que limitarse a bendecir con el voto a un presidente afroamericano.
Decimos entonces que el mal no acaba con Trump porque sólo está allí como reacción a un establishment de Washington en el que la gente ya no puede confiar, ese que tan bien han descrito los guionistas de House of Cards en sus primeras temporadas, y que por momentos no parece a la altura de su misión. De más está decir que creemos que el bipartidismo logrará aprovechar la lección de los días de Trump para fortalecer su liderazgo,sin olvidar ni los imperativos de su destino manifiesto ni las lecciones humanistas que las democracias occidentales han logrado encarnar de manera explícita desde el fin de la Segunda Guerra hasta el presente: una lenta construcción que aún tiene mucho por recorrer.
Si Maquiavelo viviera, intentaría recordarnos que las discusiones sobre reglas de etiqueta y moral no serán muy útiles si los chinos y los rusos, que no dan puntada sin hilo, aprovechan las dudas, los temores y los problemas de identidad occidentales para imponer sus respectivas agendas.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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