La figura de Domingo Faustino Sarmiento reaparece con cada aniversario de su muerte, con una retahíla de recuerdos bienintencionados en los que la educación argentina parece una vela que ilumina un aula del siglo IXX, o a lo sumo una linterna para el siglo XX, pero nunca un panel de energía solar, vale decir, algo más acorde como metáfora de nuestro presente. Y esta metáfora deja de ser exagerada si entendemos que Sarmiento -reconocido aún hoy en Estados Unidos como un prócer del Iluminismo a escala global-, quiso introducir en nuestra sociedad un sistema educativo de punta, con la mejor tecnología de su tiempo y bajo la tutela del mejor sistema operativo del momento: las maestras de la pujante nación estadounidense de tiempos no muy posteriores a la guerra de Secesión.
Si la Argentina supo tener el mejor sistema educativo del siglo XX en la región, una población con alto porcentaje de alfabetización, grandes intelectuales y una extraordinaria industria editorial fue porque el estado argentino, a partir de la revolución sarmientina, consideró que la innovación era el único modo de superar la asimetría natural del nuevo mundo respecto de las grandes ciudades europeas. La educación como política de estado, en aquel momento -jamás debemos olvidarlo- fue sinónimo de innovación. Hoy nos aferramos a ese verdadero hito de la generación ilustre del 80 como si un nuevo Sarmiento, de estar con vida, reincidiría en las bondades del pizarrón, los bancos de madera y las clases magistrales, pero ignorara los avances tecnológicos que hoy obligan a replantear todo el sistema educativo.
Y esta metáfora deja de ser exagerada si entendemos que Sarmiento -reconocido aún hoy en Estados Unidos como un prócer del Iluminismo a escala global-, quiso introducir en nuestra sociedad un sistema educativo de punta, con la mejor tecnología de su tiempo y bajo la tutela del mejor sistema operativo del momento: las maestras de la pujante nación estadounidense de tiempos no muy posteriores a la guerra de Secesión.
¿Qué nos pasó? Podemos decir que, en primer lugar, nos pasó el tiempo: las estructuras siguen siendo del siglo XIX y los paradigmas son del siglo XX, pero los desafíos, que ya son del siglo XXI transforman en obsoletas nuestras mejores intenciones.
EL DESAFÍO TECNOLÓGICO
Naturalmente, el mundo entero nos recuerda, ocasionalmente, que debemos renovarnos. Y cada vez lo hará de manera más perentoria, pues ya habitamos el mundo globalizado, en el que los nativos de la era de la información son los más jóvenes, en el que el alumno ya está «iluminado» por pequeñas pantallas con acceso al tutorial de todas las disciplinas humanas y donde los paradigmas de autoridad se modifican día tras día. Es evidente que estamos ante el desafío más arduo que puede enfrentar el estado argentino si de verdad quiere un plan estratégico a largo plazo, mediante el cual recuperar la iniciativa de los días del primer centenario: pensar en una educación que avanza a pasos de tortuga en un mundo que crece de manera exponencial.
En un solo episodio de una serie de TV actual está la información de una temporada completa de las viejas series de los 70. En un pendrive hay acceso a toda una biblioteca. Internet ofrece tutoriales para aproximarse a cualquier tipo de saberes. Los avances didácticos de la última década ya ameritan una reformulación de todo el sistema educativo.
La informática, como sabemos, lo ha transformado todo, pese a la resistencia de aquellos que creen que las máquinas vienen a deshumanizarnos en lugar de constituir, como cualquier otra creación moderna, una nueva manifestación más, ya insustituible, del ingenio humano. Frente a esta reticencia no vendría mal reafirmar una vieja broma que es casi una profecía: “quienes tienen miedo de ser reemplazados por las máquinas… DEBEN ser reemplazados por máquinas”.
FUTURO DE LA EDUCACIÓN: EDUCAR PARA EL FUTURO
Bromas aparte, debemos subrayar, otra vez, la dificultad del desafío que enfrentamos. ¿Qué puede ser más difícil que construir las reglas para un juego que cambia todos los días y que es de importancia vital para que las nuevas generaciones de argentinos comprendan cuáles son las reglas de ese mundo globalizado que –quieran o no- ya están habitando? Las buenas intenciones, de más está decir, son insuficientes.
¿Esta es razón para olvidar a Sarmiento? Todo lo contrario: podemos recordar su legado tal vez más importante: el de su vocación por hallar una solución adecuada para las necesidades de su tiempo. Su perfil innovador, vale decir, su sueño de poner en manos de las nuevas generaciones de argentinos el conocimiento de las naciones más pujantes e innovadoras del planeta.
La neurociencia hoy comprueba que el funcionamiento cerebral ha sido modificado por la era digital para hacer frente a una realidad de multitasking, de muchas ventanas abiertas, en la que la profundidad del conocimiento queda herida de muerte. Esto plantea los problemas más acuciantes: ¿cómo superar la brecha entre aquellos que están siendo preparados para el futuro y quienes son (de)formados para una sociedad ya inexistente?. El mundo de hoy necesita trabajadores altamente calificados, y ya hay escuelas con sistemas digitales integrados en su educación para conseguir ese objetivo, mientras que en otras, empobrecidas y desactualizadas, faltan los elementos mínimos y abunda el ausentismo y el paro.
¿Esta es razón para olvidar a Sarmiento? Todo lo contrario: podemos recordar su legado tal vez más importante: el de su vocación por hallar una solución adecuada para las necesidades de su tiempo.
Por otra parte debemos hacer frente a un salto tecnológico sin precedentes, en el que las lógicas que impone el mercado exceden los parámetros naturales del conocimiento tradicional, un desequilibrio que obliga al sistema educativo a rehacerse desde sus bases. ¿Debemos resignarnos, entonces, al planteo distópico de un futuro a lo Mad Max, en el que seremos relegados por la tecnología, o debemos recordar que ésta, hija predilecta de la inteligencia humana, ha mejorado nuestra calidad y expectativa de vida?
Inclinarse por la segunda opción planteada en el párrafo anterior es más un deber que un arranque de optimismo. Muchas empresas y estados reconocen a las tecnologías disruptivas como las herramientas fundamentales para sus «agentes de cambio», los encargados de construir puentes para que la tecnología pueda anclarse en las sociedades de manera no traumática.
La frase tal vez sea de autor anónimo, y viene como anillo al dedo. La recuerdo en inglés, pero la traduzco: no podremos detener el futuro pero podemos surfear las olas del cambio.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
- Hacia un conservacionismo responsable libre de fanatismos - 26 octubre, 2021
- Japón renueva su gobierno y fortalece su liderazgo global - 3 octubre, 2021
- Aukus: la respuesta de Occidente a la incipiente hegemonía china - 27 septiembre, 2021