“Otra victoria como ésta y volveré solo a casa”, dicen que dijo el griego Pirro, el rey de Epiro, al vencer a los romanos. Y de esto lo acusa el establishment a Trump por esta cumbre histórica que un año atrás hubiese sido inimaginable. Para los críticos de la actual administración estadounidense no hay acierto posible para Trump, y los argumentos son válidos: un mero compromiso de desnuclearización de Kim, sin fechas concretas ni medidas concretas de verificación, es apenas un puñado de palabras que cualquier exabrupto de una de las partes podría borrar de inmediato. Pero una lectura más amplia, inserta en el nuevo diseño que la Casa Blanca promueve para el mapa mundial, puede iluminar un nuevo camino para la presencia de Estados Unidos en Asia.
Todos sabemos que la madre de todas las batallas, en este siglo, es la que Washington librará con China en el terreno comercial, así como el reto que la tecnología de Beijing supondrá para el aplastante predominio de Sillicon Valley. Acostumbrados al mapa de la posguerra, en los años de Bush y de Obama, hemos olvidado que el eje de la discusión está en el Pacífico. ¿Qué ocurre, entonces, si el fin de una Corea bipolar, esta vez aliada a Estados Unidos, resulta más lesiva para el régimen chino que el actual dibujo, conformado por la dupla Tokio/Seúl? Ni los peores críticos pueden negar que Trump ha sido coherente en su estrategia geopolítica: se ha cansado de patear el tablero en todos los continentes y en todas las latitudes: borró los acuerdos de Obama en Irán, hizo suya –sin las reticencias de la administración anterior- la agenda israelí, abortó el sueño del bloque del pacífico TPP (Trans-Pacific Partnership) antes de que naciera, puso en duda la existencia misma de la OTAN, pidió un muro para mantener a raya a sus principales socios regionales del sur, exigió una revisión completa del TLC con Canadá, humilló al G-7 pidiendo la readmisión de Rusia, sorprendió a China con aranceles que preanuncian una guerra comercial abierta y pasó de la confrontación directa con Corea del Norte al actual preacuerdo.
Todos sabemos que la madre de todas las batallas, en este siglo, es la que Washington librará con China en el terreno comercial, así como el reto que la tecnología de Beijing supondrá para el aplastante predominio de Sillicon Valley.
¿Un mundo más volátil? Según cómo se mire. A veces el cambio rotundo no presagia tormentas ni desestabiliza regiones; a veces barajar y dar de nuevo es mayor garantía de que los conflictos admiten más de una solución. Tarde o temprano los Estados Unidos iban a aprovechar su posición privilegiada en el planisferio para asumirse como parte de las naciones que dominan el Pacífico: allí están los desafíos que vienen, mal que le pese a la Unión Europea. China se proyecta como la principal economía mundial para la segunda mitad del siglo, pero no es la única. También la India avanza a pasos agigantados. Ni América Latina, atrapada en su laberinto de corrupción, ni la actual Europa, absorbida por la complicada arquitectura de su proyecto multicultural, están aprovechando la oportunidad que la historia les ofrece. Siguen abrazando los espejismos del siglo pasado. El Reino Unido es todavía una incógnita, pero ya hemos sugerido que tiene, gracias al Brexit, la oportunidad de salir decididamente de la inacción, y unirse al nuevo club: May logró estos días un triunfo clave, al evitar que una enmienda parlamentaria le quite poder de decisión para enfrentar la última etapa de su divorcio con Europa.
Tarde o temprano los Estados Unidos iban a aprovechar su posición privilegiada en el planisferio para asumirse como parte de las naciones que dominan el Pacífico: allí están los desafíos que vienen, mal que le pese a la Unión Europea.
Todo puede pasar: esta pulseada entre nacionalismo y globalización, en Occidente, puede cambiar muy pronto el escenario en la misma Europa, pero la misma ambición del nuevo dibujo estratégico de la Casa Blanca puede encontrar freno en su propio territorio: no olvidemos que en Estados Unidos la clave de su desempeño a nivel global depende casi por completo de sus batallas domésticas. Trump no debe cometer el error de Bush padre, que confió demasiado en sus victorias ultramarinas olvidando que el poder no se sostiene ganando en el Golfo Pérsico sino en las oficinas de Wall Street (el famoso “es la economía, estúpido”).
Pero la economía goza de buena salud y no hay indicios de futuras recesiones. Cambiar las reglas de juego unilateralmente tiene sus riesgos, pero Trump cuenta con ese viento favorable: crecimiento y pleno empleo. No estamos afirmando que lo que sucede conviene, ni que las actuales circunstancias sean en sí mismas un acierto de los republicanos. Como toda apuesta, esto acelera el rumbo de las cosas, para bien o para mal, y quien siembra enemigos sabe que o se gana rotundamente o se pierde sin dejar huella. Pase lo que pase, la democracia liberal de Estados Unidos no podrá contrarrestar el sistema político meritocrático del régimen chino (así lo describe The Economist en un artículo de su última edición) sin cambiar un poco las reglas del juego.
En cualquier caso, nadie podrá abalanzarse para sacar conclusiones. El tiempo sigue teniendo la última palabra.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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