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La apuesta de Israel por la tecnología y sus enseñanzas a imitar

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La clave del triunfo de las políticas de libre empresa en el mundo es la innovación: el triunfo de este modelo económico sobre los modelos socialistas o socialdemócratas reside en el apoyo explícito a la iniciativa privada y a los emprendimientos disruptivos a través de la desregulación y la creación de condiciones favorables. No se trata de que el estado desaparezca ni de confiar tan sólo en la mano invisible del mercado, sino de crear un verdadero ecosistema en el que se premian las ideas y se confíe en los beneficios de la innovación. ¿Quiénes son la prueba de los beneficios de la concentración de innovación y la inversión de capital riesgo a nivel global? Los israelíes.

La enseñanza de este modelo es clave para los países que están retrasados en la carrera del progreso, vale decir, los grandes perdedores de la tercera revolución industrial. La razón es que la cuarta revolución ya está entre nosotros, y el salto no requiere tanto una infraestructura económica o industrial como la capacidad de transformar las nuevas ideas en una solución para los problemas del presente –desde un nuevo concepto en el campo de la información, una nueva aplicación informática, un nuevo tipo de dispositivos o un nuevo modelo de negocios-. Todo suma, y el modelo israelí es la prueba de que se puede estar a la altura de Sillicon Valley sin haber pasado antes por la experiencia de los países industrializados. La pequeña nación en un desierto de Medio Oriente ha encontrado soluciones que hoy son comunes en la vida cotidiana del ciudadano global, como la función de Google que predice las consultas de búsqueda en tiempo real o el chip de memoria reprogramable de Intel o la empresa líder en Ciberseguridad Fraud Sciences.

Detrás del milagro, sin embargo, está lo que toda economía emergente codicia y que pocas consiguen: la inversión extranjera. De hecho más de la mitad de las inversiones son del exterior. Es desde ese punto de partida que Israel llegó a exportar por un valor superior a los 9 mil millones de Euros anuales a partir del año 2011. La otra clave es que la apuesta, desde un principio, está dirigida al mercado internacional, no al mercado interno israelí, que es muy pequeño: son empresas que funcionan desde un principio como multinacionales y que diseñan sus productos en función de las necesidades de los países que hoy tienen la iniciativa.

La razón es que la cuarta revolución ya está entre nosotros, y el salto no requiere tanto una infraestructura económica o industrial como la capacidad de transformar las nuevas ideas en una solución para los problemas del presente –desde un nuevo concepto en el campo de la información, una nueva aplicación informática, un nuevo tipo de dispositivos o un nuevo modelo de negocios-.

A esto nos referimos cuando hablamos de aprovechar el cuarto gran salto en el emprendimiento humano: Israel está pensando en resolver los problemas que sólo las naciones en la vanguardia de la tecnología se están planteando. No están pensando en construir las empresas textiles que ya tienen los italianos o en vender vinos con la calidad de los franceses: tal vez se estén ocupando de mejorar algún aspecto en el negocio textil o vitivinícola. Y si hay inversiones ¿por qué no? Tal vez algún día llegue el momento de vender ropa o de exportar vinos para competir con los principales exportadores. A fin de cuentas el vino es protagonista de los textos bíblicos y en la moderna Israel hay seis regiones productoras: Galilea, los montes de Judea, la llanura costera, la llanura de Sharon, el sur de Haifa y los Altos del Golán. No se trata, pues, de sustituir importaciones mediante el armado de piezas fabricadas en el exterior ni algún trasnochado experimento que procura repetir las experiencias que Londres vivió en los días de Charles Dickens o tratar de emular las políticas de desarrollo de Mao en China: si perdimos el tren de la tercera revolución industrial, debemos olvidar ese fracaso y prepararnos para alcanzar el cuarto.

Fracaso: palabra clave para los emprendedores israelíes. Como bien señalan Dan Senor y Paul Singer en el best-seller “Start-Up Nation”, nada ha fortificado el modelo de emprendimiento isrealí más que el riesgo que asumen sus protagonistas y la velocidad con la que transforman sus frustraciones en una clara lección para sus próximos intentos. Jon Medved, fundador del fondo de inversión OurCrowd lo explica con claridad: “Relaciono la creación de startups con la toma de riesgos. Eso en muchos países lo evitan. Aquí no diría que lo amamos, pero lo aceptamos, porque vivimos en un país con riesgos existenciales. Cuando comparás ese riesgo con el de empezar una compañía, ¿qué es lo peor que puede pasar?”.

Las similitudes con Argentina –y las grandes diferencias- se pueden encontrar en varios aspectos, desde la diversidad cultural de sus habitantes, pasando por la calidad del capital humano y el carácter innovador de amplios sectores de la clase media. Pero el entusiasmo por saber que cumplimos con casi todas las condiciones para repetir la experiencia del pequeño país de Oriente medio desaparece velozmente si prestamos atención a la mentalidad que prevalece entre los israelíes: es allí donde está la esencia del supuesto milagro israelí. Es lo que hemos enfatizado más de una vez cuando nos hemos referido a la experiencia argentina: tenemos una gran cuenta pendiente, que es mentalizarnos desde un principio como ciudadanos globales. Asumir, desde el origen, nuestras ambiciones de pertenencia en todos los aspectos que son relevantes para el mercado global. Redefinir nuestra propia nacionalidad –tal como lo hacen los israelíes- en torno al concepto de ciudadanía global y en función de ser piezas relevantes en el proceso de globalización, que es irremediable y promisorio al mismo tiempo.

Tenemos una gran cuenta pendiente, que es mentalizarnos desde un principio como ciudadanos globales. Asumir, desde el origen, nuestras ambiciones de pertenencia en todos los aspectos que son relevantes para el mercado global. Redefinir nuestra propia nacionalidad –tal como lo hacen los israelíes- en torno al concepto de ciudadanía global y en función de ser piezas relevantes en el proceso de globalización, que es irremediable y promisorio al mismo tiempo.

No se agota aquí la descripción de ese ecosistema mediante el cual la nación de Israel se codea con los grandes polos tecnológicos. El ecosistema es complejo y habrá que estudiarlo a fondo antes de extrapolar realidades con demasiada anticipación. Pero es indudable que en esta nación joven podemos encontrar un mejor ejemplo que en la realidad de países con diferencias más sustanciales –e insalvables- como aquellos con mayor densidad demográfica –como la India- o con una historia milenaria –como Japón-. Habrá que revisar con atención la dinámica que construyen a dúo el sector privado –con sus miles de imprendimientos de riesgo- y el sector público –que incentiva de diversas maneras, ya sea mediante el recorte de impuestos o la inversión con fondos estatales-privados- para sostener ese ecosistema de alta tecnología.

Si nuestros jóvenes universitarios hubiesen aprendido un diez por ciento de lo que saben hoy los emprendedores israelíes, ya serían líderes mundiales en producción de papel afiche –el que utilizan para sus pancartas, donde plasman, todos los días, sus planes para cambiar el mundo-. ¡Emprendedores del mundo, uníos! (¡Es la globalización, estúpido!)

 

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Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.

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Fernando León
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Etiquetas: , , , , , , Last modified: 29 noviembre, 2018
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