Como los ludditas en los albores del siglo XIX, cuando atacaron a mazazos e incendiaron una fábrica de hilados en Nottinghamshire, algunos taxistas de nuestros días arremeten contra los conductores de Uber o de Cabify, sin comprender que el futuro tarde o temprano llega como el agua, cubriendo las superficies: podemos detener una o dos gotas, pero el flujo sencillamente no se detendrá.
A esta altura de los acontecimientos ya debería ser aceptada de manera casi natural la irrupción de cambios directamente relacionados con las nuevas tecnologías. No por puro voluntarismo de militar a favor de la tecnología y ganarse enemigos entre las tropas de quienes tienen dificultades para cambiar: ocurre que todos, inclusive los que se oponen al cambio, estamos habituados a muchos otros cambios que en este mismo momento facilitan nuestras vidas –las actualizaciones de smartphones, los sistemas de venta a través de Internet o las plataformas para facilitar las citas entre personas de acuerdo a la afinidad o a la proximidad-, y cuyo proceso de cambio acelerado jamás osaríamos discutir.
¿Por qué, entonces, esta obstinación con las plataformas como Uber, y el éxito considerable que ha tenido su momentánea demonización?
Todos, inclusive los que se oponen al cambio, estamos habituados a muchos otros cambios que en este mismo momento facilitan nuestras vidas –las actualizaciones de smartphones, los sistemas de venta a través de Internet o las plataformas para facilitar las citas entre personas de acuerdo a la afinidad o a la proximidad-, y cuyo proceso de cambio acelerado jamás osaríamos discutir.
El transporte en nuestro país ha tenido, por fortuna, muy buenos gremios para garantizar un trabajo bien pago para choferes. Como sabemos –también por experiencia propia, en nuestra calidad de usuarios-, esto no ha venido acompañado por un sistema de protección al consumidor que garantizara la calidad del servicio, el precio final del viaje y una diversidad de opciones que nos permitan pagar según nuestras circunstancias del momento o según la disponibilidad de tiempo y dinero, la cual determinará, en última instancia, si nos conviene tomar el tren a primera hora de la mañana, el subte en las horas pico o el taxi cuando llegamos tarde. Pero sobre este vacío en la defensa de los derechos de consumidor, del que hay muchísima tela para cortar en nuestro país –y especialmente en Buenos Aires- podemos hablar en otro momento.
Creemos que más allá del derecho al trabajo en quienes se esfuerzan por conseguir –y mantener- su licencia como conductores de taxi tenemos el derecho del ciudadano común a acceder a todos aquellos avances tecnológicos de nuestro tiempo: un fenómeno que, aunque parezca una paradoja, cada día produce –y producirá- más trabajo en una cantidad ilimitada de sectores. Esta es la característica de nuestro tiempo: ya nada se reduce a un simple proceso o a una relación directa entre demanda y fuentes de trabajo disponibles.
La revolución tecnológica es un aluvión que puede impulsarnos velozmente hacia una vida más sencilla o bien nos puede arrastrar con toda su fuerza y lastimarnos de manera irremediable por obstinarnos en creer que podemos detenerla. Los tejedores no pudieron detener los telares de la Inglaterra decimonónica y los cocheros de los primeros años del siglo XX tampoco pudieron detener el avance de los motores, que años más tarde obligó a prohibir la presencia de caballos en la vía pública. Esto vale en el presente, y valdrá aún más en el futuro: no son los profetas sino los científicos y los empresarios del presente quienes nos hablan de que los próximos 50 años impulsarán a la humanidad hacia un cambio mayor al que hemos experimentado en los últimos 5000. No: no tiene sentido imaginarlo, porque nuestra mente no está preparada para eso. Hay que aferrarse, pues, y preocuparse más por la inercia de permanecer quietos que por la ansiedad de vernos en constante movimiento. Ese es el futuro: ni más ni menos.
Pero créase o no, los taxistas no son ludditas a punto de ser burlados por el progreso, o artesanos de tiempos preindustriales a punto de ser barridos por la revolución industrial. Porque la tecnología no viene a reemplazar las necesidades existentes, sino a modificar el modo en que las usamos. El concepto de economía colaborativa que ha sido la clave del éxito para estos nuevos sistemas como Uber es precisamente el modo en el que la tecnología simplifica el proceso por el cual la demanda del servicio es satisfecha mediante el sistema de transporte disponible. Cuando un dron volador nos pase a buscar a la hora señalada y no necesitemos mirar el rostro de Bonelli, en TN, para saber si hay embotellamientos en la Panamericana o si nuestro futuro laboral está tan amenazado como el de los operarios del subte línea A, los futuros pilotos de taxi aéreo deberán responder a las nuevas regulaciones y cuidarse bien de quienes, en ese futuro no muy lejano, se quejen de los cambios que el progreso les ocasiona. Repito: no se trata de adaptarse al cambio o morir. Se trata de aceptar que el rumbo de esa tecnología, que tanto nos beneficia en casi todos los aspectos de nuestras vidas, muchas veces nos obligue a reconsiderar el modo de trabajar que hemos elegido, precisamente para aprovechar las ventajas de los nuevos sistemas.
Los tejedores no pudieron detener los telares de la Inglaterra decimonónica y los cocheros de los primeros años del siglo XX tampoco pudieron detener el avance de los motores, que años más tarde obligó a prohibir la presencia de caballos en la vía pública.
Pero no olvidemos tampoco el derecho del consumidor, que en un mundo donde los usuarios pueden interaccionar con los choferes –y puntuarlos, para ayudar a otros usuarios y choferes a mejorar la seguridad y la calidad del servicio-, tendrá la opción de no estar ni ante el monopolio del taxi tradicional, ni obligado a revisar su Smartphone en aquellos días en los que sólo un buen tachero, que pasa ocasionalmente por avenida Callao o por Rivadavia, nos puede salvar de llegar tarde a esa cita impostergable o a ese encuentro tan ansiado.
Mientras llega ese futuro de alto vuelo, bienvenida sea la variedad de servicios.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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