Temperaturas extremas en Canadá, incendios forestales sin precedentes en Australia, California o en Córdoba, las sequías en el río Paraná y las inundaciones en China, el mar que avanza sobre los tradicionales médanos de la costa atlántica, permafrost descongelado en Siberia, etc. No necesitamos formar parte de la comunidad científica para hacernos eco del desequilibrio climático al que asistimos.
Las preguntas son muchas, y son urgentes: ¿se trata de un proceso habitual para el ecosistema terrestre? ¿Tienen razón los que argumentan que estamos en el Antropoceno, y que la humanidad ha operado como una plaga destructora del ecosistema? ¿Estamos a tiempo de detener estos desequilibrios? Y, lo más importante, ¿será suficiente con los objetivos de desarrollo sostenible planteados en 2005 en París, a los que algunos países adhieren y otros no?
Sin dudas el de la biodiversidad es un problema tan importante como lo fue –y lo sigue siendo- el desarme mundial en el siglo pasado. Si ayer nos preocupaba que las armas de destrucción masiva estuvieran en las manos equivocadas, hoy nos debe preocupar también que no haya una perspectiva mundial para enfrentar la destrucción del equilibrio climático a la que asistimos. La pandemia global de 2020 reveló dos problemas fundamentales para la comunidad global: una es que no estamos preparados para enfrentar en tiempo y forma a las amenazas que trascienden las fronteras nacionales. Dicho de otro modo: no funcionan ni tienen legitimidad para actuar de modo pragmático las estructuras supranacionales (OMS, ONU, FMI, bloques económicos, etc.) y dar soluciones de emergencia basadas en un enfoque holístico de los problemas.
También es cierto que los líderes globalistas, ávidos de gobernanza mundial aún a costa de la libertad de los estados y de los individuos, no han perdido el tiempo para transformar la crisis socioambiental en oportunidad de negocios. En consecuencia también cabe preguntarse si realmente deseamos que el Amazonas funcione para capturar el dióxido de carbono y liberar oxígeno –algo que a simple vista parece de absoluto sentido común- o sólo estamos tapando el problema de la emisión de gases en los países centrales bajo la frondosa alfombra natural de los países emergentes. En ese sentido no es extraño que Brasil tenga sus dudas sobre las buenas intenciones de aquellos estados que ahora se preocupan por la diversidad cuando no han sido capaces de evitar la extinción de sus propias especies.
El problema es multidimensional, porque abarca a todas y cada una de las comunidades y al mismo tiempo les exige a todas ellas que participen de unas medidas de sostenibilidad económica, social y ambiental que exigen enormes sacrificios para la economía global, por lo menos en el corto plazo.
La pandemia global de 2020 reveló dos problemas fundamentales para la comunidad global: una es que no estamos preparados para enfrentar en tiempo y forma a las amenazas que trascienden las fronteras nacionales. Dicho de otro modo: no funcionan ni tienen legitimidad para actuar de modo pragmático las estructuras supranacionales (OMS, ONU, FMI, bloques económicos, etc.) y dar soluciones de emergencia basadas en un enfoque holístico de los problemas.
Combatir la desertificación del 65 por ciento del globo o el avance del mar en las costas implica la puesta en marcha de mecanismos de alta tecnología, que sólo están al alcance de unos pocos países –como Israel, que transformó su desierto en vergel, o los Países Bajos, que han podido ensanchar sus zonas costeras-. Garantizar los espacios vírgenes que dan cobijo a especies en extinción y mantienen el círculo virtuoso que es nuestra fábrica natural de agua dulce tampoco es algo que pueda conseguirse en detrimento de las naciones menos desarrolladas.
Buscar el consenso para afrontar el problema climático sin poner en riesgo el bienestar económico global es la condición sine qua non para todas nuestras naciones. Somos realistas: sabemos que no se trata de que las 193 naciones miembro de la ONU se pongan de acuerdo, sino de que las dos grandes potencias globales –Estados Unidos y China- lleguen a un consenso y estén dispuestas a colaborar en este asunto crucial para el conjunto. Pero las voces de la diplomacia en nuestra región deben hacer frente a todo diseño que lesione la voluntad soberana de nuestro sistema político. En ese sentido creemos que iniciativas como la agenda 2030 de desarrollo sostenible, no deben ser un pretexto de los poderes supranacionales para condicionar a los estados. Una gobernanza global es necesaria a mediano plazo, pero no puede imponérsenos en el corto plazo, y mucho menos sin mecanismos democráticos en los que la participación de los estados soberanos –legítimos- y los mismos ciudadanos mediante el ejercicio de la Diplomacia Ciudadana esté garantizada.
Reiteramos: la comunidad internacional debe buscar mecanismos de consenso entre estados, no acuerdos entre grupos de poder global que toman decisiones por nosotros ante un aparato estatal que parece ya rendido ante las agendas globalistas. No sólo por una cuestión de apego al consenso democrático entre naciones. Creemos que los acuerdos de cúpulas sin participación de las comunidades suele retrasar los acuerdos, y lesionaría desde un principio la legitimidad de los objetivos de sostenibilidad, pues teñiría de sospecha todas y cada una de las políticas verdes. Y entonces sí, habría razón para sospechar que países enteros serían reservas naturales para que los países centrales puedan desarrollarse sin interrupción.
El objetivo, pues, es el compromiso universal: un acuerdo consensuado entre gobiernos, sociedad civil, sector privado y la comunidad científica y académica. La carrera es contra reloj. ¿Están nuestros líderes a la altura de tamaño desafío?
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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