No es fácil determinar si Cambride Analytica, la compañía británico-estadounidense de Data Mining, manipuló a sus votantes o si fueron ellos quienes se sometieron voluntariamente al proceso mediante el cual fueron posibles las proezas electorales más polémicas de la historia: la que determinó la separación del Reino Unido de la Unión Europea y la que le aseguró a Donald Trump un lugar en la historia como el cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos.
Si nos atenemos a las consideraciones relacionadas con el derecho internacional, no habría que ahondar demasiado en los temas relacionados con la Inteligencia Artificial, porque nadie puede alegar su ignorancia en aquello que, en última instancia, acaba perjudicándolo –o incriminándolo-. Las redes sociales no son un simple entretenimiento: aunque cueste aceptarlo, las leyes más básicas de la convivencia deben aplicarse al ciberespacio. Si ni las agencias de noticias ni los motores de búsqueda han ejercido coacción alguna sobre los potenciales votantes, entonces se puede decir éstos han ejercido sin restricciones, ya en el cuarto oscuro, su derecho a decidir. Poner todas las responsabilidades en el poder mágico de los algoritmos equivale a tratarnos a los usuarios como en una especie de niños a quienes habría que explicarle todo con frutillitas. Una sociedad abierta es un territorio de libertad, hecho por y para ciudadanos libres, que deben hacerse cargo de su propia época, de su tiempo y de sus circunstancias: ni sus derechos ni sus deberes pueden derogarse por razones extraordinarias. Vivimos en un mundo de exponenciales cambios tecnológicos, y esto seguirá multiplicándose en los próximos años.
Hechas ya estas consideraciones, que deben disuadirnos de todo intento de regular la circulación de la información en las democracias liberales –basta aquí la comparación con la sociedad China, la Rusa o la Turca, donde el paternalismo estatal es omnipresente y se extiende también al ámbito digital-, la pregunta es cómo debemos asegurar, en toda su amplitud, el ejercicio democrático de los ciudadanos en estos días de plena revolución tecnológica, teniendo en cuenta que el cruce de datos permite predecir el comportamiento de una masa decisiva de votantes.
Las redes sociales no son un simple entretenimiento: aunque cueste aceptarlo, las leyes más básicas de la convivencia deben aplicarse al ciberespacio. Si ni las agencias de noticias ni los motores de búsqueda han ejercido coacción alguna sobre los potenciales votantes, entonces se puede decir éstos han ejercido sin restricciones, ya en el cuarto oscuro, su derecho a decidir.
La cuestión ética, sin embargo, no es ajena al juego democrático sino una parte fundamental del proceso, porque todo el sistema está basado en algo tan simple como la confianza: confianza en la idoneidad de los gobernantes, en la voluntad de la mayoría y en la existencia de aquello que llamamos “opinión pública”. No votamos ni opinamos de manera caótica, sino en relación íntima con la sociedad que habitamos. En ese acto decisorio intervienen la razón y la emoción en proporciones variables. La pregunta es: ¿conocen las máquinas nuestras motivaciones más íntimas aún antes de que podamos formularlas? Y algo más inquietante aún: ¿pueden modificar –en definitiva, manipular- nuestro comportamiento a través del mismo proceso interactivo que es propio de la relación entre las personas y los dispositivos electrónicos?
La respuesta provisional que tenemos es que el poder de las máquinas está en directa relación con un conocimiento profundo de la psicología humana que es fruto de más de cincuenta años de trabajo. Noam Cohen, en su libro The Know-It-Alls, cuenta que los investigadores del Massachusetts Institute of Technology (MIT), ya a principios de los 60, tomaban nota de lo dóciles que somos los humanos cuando interaccionamos con máquinas, y de lo fácil que es persuadirnos para cambiar de opinión. Podría decirse que este es el poder mágico que tanto Google como mister Zuckerberg han podido capitalizar a su favor: conseguir nuestro consentimiento de un modo completamente voluntario.
En ese acto decisorio intervienen la razón y la emoción en proporciones variables. La pregunta es: ¿conocen las máquinas nuestras motivaciones más íntimas aún antes de que podamos formularlas? Y algo más inquietante aún: ¿pueden modificar –en definitiva, manipular- nuestro comportamiento a través del mismo proceso interactivo que es propio de la relación entre las personas y los dispositivos electrónicos?
La transformación de datos personales en información clave, mediante el uso de Inteligencia Artificial, nos obliga a preguntarnos cómo redefinir la democracia si las herramientas ya saben a quién vamos a votar, a quién no queremos de ninguna manera en la primera magistratura y qué factores podrían llevarnos a cambiar de opinión. La discusión recién empieza. No olvidemos que el llamado “escándalo Cambridge Analytica”, si bien parece lejano, recién comenzó a ser investigado en marzo de 2018. Pero la caja de Pandora, en cualquier caso, es a esta altura de la revolución tecnológica un dispositivo irresistible para los usuarios. Ninguno de nosotros está dispuesto a renunciar al próximo software o a los avances de la high tech. Estamos implicados en esta carrera hacia el futuro: somos cómplices de ella. Tal vez sea imprescindible que las nuevas generaciones tengan completamente claro el funcionamiento básico de la inteligencia artificial, el data mining, o conceptos como algoritmo. De hecho, la diferencia entre datos, información y conocimiento, constituye el nudo mismo del funcionamiento del análisis de datos. De manera que el remedio que tenemos a mano, al menos por ahora, sigue siendo el mismo que por momentos nos irrita cuando estamos frente a una nueva aplicación en nuestro celular: ¿entiende usted lo que está haciendo cuando queda expuesto al universo tecnológico?
En definitiva: ¿ha leído y acepta usted –cabalmente- los términos y condiciones de este contrato?
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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