La batalla por transformar las experiencias humanas dentro del ciberespacio en parte de la sociedad misma se remontan al origen mismo de Internet. Ese nuevo mundo digital, que para algunos ex hippies de la contracultura de los 60 parecía la tierra prometida que no habían conseguido en la vida real, también fue pronto una nueva quimera para las empresas comerciales, que tímidamente comenzaron a explorar sus posibilidades comerciales. El primer problema que se les presentó, sin embargo, fue un hueso duro de roer: ¿cómo hacemos para que los consumidores confíen en una transacción virtual, donde el comprador no puede ver a su vendedor, donde el producto no puede tocarse y donde tampoco hay un recibo en papel, que acredite las transacciones? Los piratas, por entonces, tenían todas las de ganar: ellos eran los expertos, y el ciberespacio no tenía reglas ni controles ni regulaciones.
El diario El País publicó recientemente una nota a Natalia Martos, especialista en Derecho tecnológico, privacidad e innovación. Esa breve entrevista nos permite captar, de manera inmediata, la importancia del desarrollo del Derecho aplicado al mundo digital. No es tan sólo una cuestión de seguridad para nuestros hijos, de saber quién mira nuestras fotos o cómo evitar que un hacker pague sus vacaciones con nuestra tarjeta de crédito: como le ha ocurrido, desde su origen, a las compañías aéreas, que tuvieron que extremar las medidas de seguridad para generar una confianza plena de los pasajeros, es necesario convencer al potencial usuario de la red de redes que hacer transacciones en el ciberespacio es mucho más seguro que en la vida real. ¿Cómo conseguimos eso? La compañía a la que pertenece Martos, Legal Army, parece dar una respuesta: se trata de conectar entre sí los saberes del derecho, de las nuevas tecnologías y de la nueva economía. En suma: llevar la tarea de los abogados, sin prejuicios ni preconceptos, nada menos que al siglo XXI.
La Argentina está algo atrasada con respecto a los países que siguen el modelo del derecho anglosajón: en éste (la common law), no importan tanto las leyes como la jurisprudencia y por lo tanto nada está prohibido a menos que se hagan explícitas las razones de su inconveniencia, lo cual flexibiliza los procesos de un campo en el cual los cambios son rotundos, periódicos y exponenciales. Ya en el umbral de esta revolución tecnológica, nuestro país no puede darse el lujo de desconocer esta dinámica: en ella están cifradas sus oportunidades como mercado emergente. Los países anglosajones, como se sabe, han liderado el proceso de manera natural, en parte justamente por las razones recién expuestas. Pero sobre todas las cosas, porque han avanzado confiadamente en el camino de la digitalización, punto de partida de esta bola de nieve 4.0. Hay un axioma inflexible, que empuja a los iniciados una vez que se han decidido a avanzar en este nuevo terreno, y que puede resumirse en una simple frase: “las máquinas pueden hacerlo mejor”.
La compañía a la que pertenece Martos, Legal Army, parece dar una respuesta: se trata de conectar entre sí los saberes del derecho, de las nuevas tecnologías y de la nueva economía. En suma: llevar la tarea de los abogados, sin prejuicios ni preconceptos, nada menos que al siglo XXI.
Un estudio de abogados que cuenta con el auxilio de la inteligencia artificial ya no vuelve a revisar, uno por uno, los miles de contratos de una empresa para determinar su valor de mercado, posibles litigios u oportunidades de negocio. Ese trabajo se simplifica y al mismo tiempo se vuelve más preciso: se pueden prevenir los litigios, adaptarse de inmediato a los reglamentos ya existentes y adoptar los nuevos protocolos de manera eficiente. Las herramientas digitales automatizan ciertos procesos que son propios del mundo jurídico, lo cual simplifica dramáticamente los procesos y reduce así los costos.
Todas las iniciativas ciudadanas son válidas y, en ese sentido, el afán de este artículo es subrayar la importancia de dar estos pasos para acercar el derecho a los tiempos que corren. Pero teniendo en cuenta las experiencias de las sociedades más avanzadas, queda claro que se requiere una iniciativa estatal, que establezca objetivos y marque el rumbo en ese sentido. Tanto el Departamento de Estado –Estados Unidos- como las enérgicas iniciativas parlamentarias en el Reino Unido han liderado este proceso y han delineado ya una serie de protocolos para que las leyes no estén fuera del mundo digital. Esto puede constituir, para algunos, el fin de la quimera de un espacio libre del control de las redes por parte de los estados, pero para el derecho en general, para el cual todas las actividades humanas deben someterse al conjunto de acuerdos básicos para la convivencia (las leyes), este es sólo el comienzo de un camino que lleve la justicia, la seguridad y, en definitiva, la confianza, a ese gigantesco universo de posibilidades que llamamos ciberespacio.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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