¿Es previsible que la cumbre Trump-Putin tenga una lectura tan diversa según los intereses económicos o ideológicos que defiende la prensa internacional? La respuesta es afirmativa. Para el orden neoliberal que no acusa recibo de la crisis económica de 2008 –ni acepta responsabilidades en la misma- la reunión del presidente norteamericano no hace otra cosa que confirmar las sospechas que responden a la teoría conspirativa sobre el supuesto poder ruso para hackear la democracia estadounidense en las elecciones de 2016.
Para quienes creemos que el orden mundial no tiene razones para perpetuar las alianzas resultantes de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) o de la Guerra Fría (1947-1991). Lo subrayó con claridad Vladimir Putin al abrir la rueda de prensa: no estamos en el mismo mundo, la guerra ha quedado ya muy atrás y es hora de que Rusia y Estados Unidos aprovechen las oportunidades que podría plantear un entendimiento entre ambas naciones. Aliados a fin de cuentas -como recordó ayer Trump- a la hora de vencer a Alemania en la peor de las guerras.
No es casual que los líderes europeos –y sus voceros, los medios- se horroricen con las buenas migas entre Donald y Vladimir. El cambio copernicano en el mapa geoestratégico mundial, con Rusia y Estados Unidos como aliados, transforma a los europeos, casi de manera automática, en el patio trasero de Eurasia y traslada el epicentro del poder político y económico mundial en el Pacífico. No exageramos: la parálisis que muchos intelectuales europeos vienen denunciando –por izquierda o por derecha- desde hace años, ha perpetuado la impotencia de una generación de políticos rendidos ante la utopía neoliberal de un estado mínimo. Estados Unidos e Inglaterra parecen haber comprendido –un poco tarde, como reconoció Trump ayer- el peligro de continuar con este rumbo del proceso globalizador, y tanto el fenómeno del Brexit como el del regreso republicano a la Casa Blanca son los primeros indicios de que hay plan B: esa vieja herramienta, el estado-nación, vuelve a la palestra.
El cambio copernicano en el mapa geoestratégico mundial, con Rusia y Estados Unidos como aliados, transforma a los europeos, casi de manera automática, en el patio trasero de Eurasia y traslada el epicentro del poder político y económico mundial en el Pacífico.
¿Cómo reaccionará Europa? Ya lo está haciendo, si nos atenemos a los resultados de casi todos los procesos electorales. Lo que el orden establecido llama “populismos” –caen en la volteada tanto los nacionalismos como las fuerzas de extrema derecha a lo largo del continente europeo- es el indicio de una profunda reacción, no articulada ni necesariamente adecuada, a la inacción de la vieja política aferrada al viejo mapa de la posguerra –y a los intereses del sistema financiero-.
Tal como se presentan las relaciones entre los dos gigantes, queda claro que la mejor estrategia para los europeos es aprovechar su situación geográfica y, de ese modo, asumir su identidad en el seno de las naciones de Eurasia, lo que también equivale a recibir a Rusia, la hija pródiga, en el seno de las naciones europeas. Pero ese simple gesto simbólico equivale a decir que la Unión Europea no es Europa, y eso va en contra de los axiomas del neoliberalismo confeccionados en Maastricht, en el otoño de 1993.
Pero la apuesta es muy arriesgada, y en noviembre hay elecciones en Estados Unidos. Nos hemos cuidado bien de afirmar que Trump logrará romper con el viejo orden. Habrá que ver cómo se reordenan las piezas y qué ocurre con las internas del poder en Estados Unidos. Pero si no es Trump, serán sus continuadores, republicanos o demócratas. La inercia de la política frente a la velocidad de los cambios en este siglo deberá quebrarse de un modo u otro. No hay lugar, en ese nuevo mundo, para los postulados confeccionados en los años del régimen de Brezhnev, Reagan o Thatcher.
¿Cómo reaccionará Europa? Ya lo está haciendo, si nos atenemos a los resultados de casi todos los procesos electorales. Lo que el orden establecido llama “populismos” –caen en la volteada tanto los nacionalismos como las fuerzas de extrema derecha a lo largo del continente europeo- es el indicio de una profunda reacción, no articulada ni necesariamente adecuada, a la inacción de la vieja política aferrada al viejo mapa de la posguerra –y a los intereses del sistema financiero-.
Sin dudas: Helsinki puede marcar un antes y un después. Pero habrá que esperar. Como ocurre en el fútbol mundial, algunos procesos sólo terminan de decantarse en los últimos minutos del partido. Trump está jugando como para ganar en el último minuto… o perder por goleada. Pero el mundo –ya lo hemos dicho hasta el hartazgo- tiene un nuevo papel para casi todos sus protagonistas. Quienes no comprendan esto, sin dudas, quedarán atrás.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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