Se terminan los Juegos Olímpicos y otra vez Japón le demuestra a la comunidad internacional que todo es posible si una voluntad insobornable decide afrontar uno a uno los obstáculos. Dos caras de una misma moneda que nos deja la experiencia de Tokio 2020: sin esfuerzo no hay recompensa. Pese a la inevitable postergación y la amenaza de la peor pandemia en cien años, la competencia se llevó a cabo para el regocijo de todos y terminará este fin de semana con un desempeño extraordinario e histórico.
Como había admitido ante los medios locales, semanas atrás, el embajador de Japón en Argentina Takahiro Nakamae, no había garantías de que la pandemia no se hiciera presente en los Juegos, pero, con protocolos estrictos, se cumplieron los objetivos con creces. Un esfuerzo colosal que la capacidad de organización japonesa hizo posible. No sólo los atletas tienen que estar agradecidos con la tradicional hospitalidad y calidez del país anfitrión. El sentido trascendente de los Juegos Olímpicos, que comenzaron como una ceremonia religiosa en la ciudad de Olimpia, en 776 a.C., no se ha perdido. Y pese a que la emergencia global por el Covid-19 levantó voces suspicaces sobre la viabilidad del evento, el espíritu inflexible del Samurai no se extinguió: la llama olímpica siguió encendida bajo el amparo del Bushido (código de honor ancestral nipón). Un espíritu deportivo impecable que hemos presenciado en la majestuosa y deslumbrante Tokio del siglo XXI.
La importancia de los juegos, aún en tiempos de crisis como el actual, era algo más que pertinente. El embajador Nakamae lo había resumido con precisión, cuando dijo que hubiera sido cruel para los atletas que su país eludiera el compromiso por razones sanitarias. Sin dudas toda postergación no es razón menor en el mundo del deporte: miles de atletas dedican su vida, literalmente, al dominio completo de una disciplina que sólo puede desarrollarse durante poco más de una década de alto rendimiento.
Pero el Comité Olímpico, en esta ocasión, entendió que los Juegos eran mucho más que una congregación de deportistas de élite. Fieles al espíritu de los orígenes, y creando un verdadero puente simbólico entre oriente y occidente, los japoneses renovaron el viejo ritual nacido en la Grecia Clásica en el que los estados olvidan sus diferencias y suspenden sus conflictos por un momento para rendir culto a lo mejor que puede dar la especie humana en su conjunto. Un ejemplo de entereza y de compromiso frente a la pandemia, y una pausa necesaria en el vacío continuo que aplana las vidas de los ciudadanos del mundo. Un oasis de devoción ecuménica después de un año de restricciones y de graves consecuencias para el comercio global. Un regreso al sentido etimológico del acto religioso: re-ligare. Nuestro modesto vínculo con el absoluto en tiempos en los que la razón instrumental parece abarcarlo todo. Esto es posible gracias al compromiso total del pueblo japonés en Tokio 2020.
El recuerdo del desacuerdo humano renueva siempre las heridas, pero los Juegos traen una posible redención simbólica. Fue el caso de las primeras olimpíadas realizadas en Tokio en 1964. La llama olímpica brilló en Japón 19 años después del fatídico 6 de agosto de 1945, una fecha que quisiéramos olvidar, pero no podemos: la llama olímpica es precisamente el motivo trascendente que nos impide deshumanizarnos del todo. El mismo desafío reaparece en tiempos de pandemias y de crisis climática: habrá que encontrar lo mejor de nosotros para encontrar una solución a la complejidad del mundo que en parte creamos y en parte heredamos. En el tributo a nuestros atletas está el agradecimiento por la inspiración vital de sus proezas y la huella de los antepasados que ha señalado el camino. Lo que en Tokio 2020 explicita una vez más el admirable y extraordinario Japón contemporáneo, que recuerda con devoción los valores que le han dado singularidad para convertirse en una de las mayores y principales potencias mundiales: la firme intención (katai ketsui), la disciplina (kiritsu) y el perfeccionamiento constante –o el cambio para mejor- (kaizen).
Hay sin embargo un aspecto que va más allá del valor simbólico del evento: se trata de la dosis crucial de pragmatismo que el Comité Olímpico supo interpretar. Es que los Juegos no son un lujo que se dan las naciones desarrolladas del planeta ni un mero alarde de habilidades. En ellos está presente la necesidad de transformar la actividad diplomática en algo permanente que trascienda además los carriles oficiales que no son más que un gesto de buenas intenciones. A un futuro de lógica global le corresponde una tarea mancomunada entre países y organizaciones públicas y privadas: los Juegos Olímpicos son una muestra gratis de que ya no hay metas valederas para ningún país particular por afuera de la referencia global. La interdependencia ya no es una condena, sino, por el contrario, la única garantía de resolución de problemas. Pobreza, clima, crisis económica, pandemia: ninguna de estas amenazas puede ser resuelta por un mandatario en particular a expensas del resto de los países: por primera vez en la historia humana el bien común es sinónimo del bienestar global. Por eso no es un detalle menor que los organizadores hayan subrayado sutilmente la importancia de la sustentabilidad como valor agregado, tanto en la utilización de material reciclable en la confección de medallas y otros instrumentos a base de hidrógeno utilizados en la competición como la movilidad de transporte y de alimentación en la villa olímpica.
Lo que en Tokio 2020 explicita una vez más el admirable y extraordinario Japón contemporáneo, que recuerda con devoción los valores que le han dado singularidad para convertirse en una de las mayores y principales potencias mundiales: la firme intención (katai ketsui), la disciplina (kiritsu) y el perfeccionamiento constante –o el cambio para mejor- (kaizen).
Esta mirada holística del mundo tuvo precisamente una de sus primeras expresiones en el Japón moderno cristalizado en estos juegos y en los de 1964. Japón entendió a tiempo que su propia supervivencia estaba en este diálogo incesante entre su identidad como nación y su voluntad de formar parte de la modernidad. Un estilo propio para relacionarse con el mundo que luego se transformó en modelo para otras naciones asiáticas, que en pocos años transformaron el Pacífico en epicentro del comercio global.
No se han equivocado los nipones, pese a la pandemia, al apostar por los Juegos. Los mensajes simbólicos aún importan. Es la señal de paz sostenible que necesitaba la comunidad global, y un ejemplo de determinación, dedicación y disciplina propio de los deportes del más alto nivel. Vuelve con ellos el sentido vital y trascendental de lo sagrado. Tokio 2020 fue, como había dicho el embajador Nakamae, un símbolo de unidad y un puente de esperanza entre las naciones. Es precisamente el sentido original de los juegos: celebrar, tanto en oriente como en occidente, lo mejor que puede dar la humanidad.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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