En poco tiempo nadie tendrá el trabajo asegurado en este mundo. La aceleración en la innovación tecnológica que enfrentaremos en los próximos años va a cambiar el mundo del trabajo, creando nuevos oficios y automatizando otros. De cualquier manera no hablamos, como creen los tecnófobos, de una situación apocalíptica. Quizá sea todo lo contrario. El mundo en general tendrá mejores cifras de empleo, aunque los expertos conceden que habrá más demanda de trabajo calificado.
Es aquí donde los gobiernos tienen que centrar su atención.
Como advierte el economista Dani Rodrik, de la universidad de Harvard, estamos saliendo del viejo orden de posguerra, que conocemos como el “Estado de Bienestar”, en el que en esencia el capitalismo posterior a la Crisis de 1929, indemnizaba, de manera indirecta a los trabajadores, y nos dirigimos a lo que Rodrik llama el “Estado de Innovación”, en el que el objetivo es integrar a los trabajadores al proceso de innovación.
El primer paso que tenemos por delante no es sencillo, pero hay que darlo cuanto antes: debemos comprender que la automatización es acelerada e irreversible, porque la convergencia en la economía mundial así lo impone en todas las latitudes, mientras que el empleo industrial disminuye. Estamos conectados a una economía mundial en la que la interdependencia ha unido todos los caminos. Frente a ello ningún estado –ni los sindicatos o las organizaciones civiles- podrán bloquear o regular unilateralmente este estado de situación. Hay que dar el paso: gestionar el cambio.
Estamos saliendo del viejo orden de posguerra, que conocemos como el “Estado de Bienestar”, en el que en esencia el capitalismo posterior a la Crisis de 1929, indemnizaba, de manera indirecta a los trabajadores, y nos dirigimos a lo que Rodrik llama el “Estado de Innovación”, en el que el objetivo es integrar a los trabajadores al proceso de innovación.
En consecuencia, el desafío conjunto de estados, gremios y sociedad civil, debe estar puesto en la capacitación, la relocalización, las plataformas educativas digitales –y el desarrollo de tutorías, para compensar la baja ocasionada al rendimiento en todo aprendizaje no presencial- y, en última instancia, una protección social integral a aquellos trabajadores no calificados que por una u otra razón no puedan reinsertarse en el circuito de innovación.
Subrayamos nuevamente lo que hemos dicho en otras oportunidades: lo inédito de esta revolución tecnológica no es la velocidad, que ha sido incesante desde las primeras computadoras y redes, en los años 60, sino la aceleración. El salto tecnológico en los próximos 50 años será el equivalente a todo lo que el ingenio científico ha conseguido en los últimos 5000.
Estamos conectados a una economía mundial en la que la interdependencia ha unido todos los caminos. Frente a ello ningún estado –ni los sindicatos o las organizaciones civiles- podrán bloquear o regular unilateralmente este estado de situación. Hay que dar el paso: gestionar el cambio.
Esto es lo que ni el más imaginativo experto en ciencia ficción nos puede anticipar, porque los resultados del avance científico y la inmediatez de su aplicación tecnológica van más allá de la imaginación humana. Y esto es también lo que la política deberá asumir como desafío: la necesidad de integrar a todos los ciudadanos en el proceso, y protegerlos, durante la transición, de los efectos perjudiciales.
Anticiparse a esos cambios exige mucha imaginación e iniciativa. Hasta el momento la de ser visionarios era una virtud para pocos, que caracterizaba especialmente a los grandes estadistas. Hoy que la revolución está en el saber más que en las decisiones humanas o en los acontecimientos coyunturales, y que la política exige menos iluminados y más gestores del cambio, ese don de saber anticiparse al futuro tal vez comienza a ser un requisito infaltable, una condición sine qua non.
Pero no hablamos de un futuro a largo, mediano o corto plazo: estamos ante procesos tecnológicos en curso. Lo que ayer sólo era diálogo con los actores no formales de la política, hoy es un requisito fundamental. Nuestros nuevos dirigentes deben coordinar con las empresas y los centros de pensamiento los posibles acuerdos y las condiciones bajo las cuales se puedan implementar los marcos regulatorios, en función de integrar estos avances en el ritmo más adecuado y de la mejor manera posible al estado, al sistema productivo y a la sociedad en general.
Fernando León es Abogado por la UBA, especialista en Asuntos Públicos en Latinoamérica, analista de política internacional y nuevas tecnologías. Becario del Programa International Visito Leadership Programme y Presidente de la Fundación Diplomacia Ciudadana.
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