Me crucé con Nacho. Hacía tanto que no lo veía…. Está igual. No, desde lo físico claro que no. Pasaron casi dos décadas. Está igual de luchador, convencido de lo que cree. Está enamorado. Ama la idea de que todavía es posible. No esperó a que le respondiera el «¿Caaaamo andás?» para ametrallarme con: «¿Para qué quieren seguir expandiendo la frontera agropecuaria?». Por supuesto que se auto contestó: «Porque los que toman decisiones siempre vivieron en el paradigma anterior y les fue bien. ¿Por qué irían a cambiar? Lo que hacen es simular ser lo que no son y mostrar que les interesa algo en lo que no creen».
Si hubo un paradigma anterior es que hay un nuevo paradigma. Al menos eso se viene discutiendo en los últimos, digamos, 20 o 30 años. Aunque durante ese lapso los que hayan estado en la escena de la toma de decisión, salvo las excepciones de siempre, representen en todo al pasado, al mundo que muchos países van dejando atrás. Dicho esto, claro está que las épocas no se entierran. Sería fácil sepultar un tiempo y que mágicamente naciera uno nuevo. Por el contrario, hay que lidiar con los estertores de aquellos que fueron dueños del estado de cosas y resisten a como dé lugar. El método es el de siempre: se mimetizan, juegan al como sí, impulsando cosas en las que, como bien dijo nachito, no creen.
En muchos países hay temas que ya no se discuten. Nueva Zelanda va camino a prohibir todos los nuevos desarrollos de petróleo y gas. Noruega prohibió completamente la deforestación. Pueblos originarios del Perú se propusieron plantar 3 millones de árboles nativos. La Unión Europea puso fecha de vencimiento al uso de agrotóxicos y siete países del caribe le dijeron adiós a los plásticos de un solo uso para evitar la degradación de sus costas, entre cientos de ejemplos.
Mientras tanto, en esta parte del mundo, los agroquímicos y agrotóxicos siguen su camino degradando rápidamente la tierra y haciendo más costosa cada temporada de siembra. A la vez, la expansión de la frontera agropecuaria, fuego mediante, impulsada por el cultivo de
productos transgénicos que el mundo está empezando a desandar, acaba con millones de hectáreas de bosque nativo.
En los últimos 12 años, Argentina perdió cerca de 3 millones de hectáreas de bosque, muchas de ellas protegidas por una ley sancionada en 2007 y que claramente ha mostrado ser, al menos, ineficaz. Sólo en 2019 dejaron de existir más de 80 mil hectáreas y el proceso, que parecía mermar, se acentúa. Las multas no fueron suficientes, la reforestación escasa y los fondos destinados a sanear el problema inexistentes, representando la cara más cínica del paradigma que se termina.
Por suerte, la cuestión ambiental va, poco a poco, corriéndose hacia el centro de la escena. Sobre todo como una lucha, confieso que dudé mucho en llamarla así pero me incliné por ese término por su costado épico, de los más jóvenes. Los más jóvenes de esta generación única.
Digo generación única porque por primera vez en la historia del ser humano, desde los recién nacidos hasta los más ancianos formamos parte de un todo coexistente que será el último capaz de frenar los efectos del cambio climático y el abuso de los recursos de nuestro planeta.
Nueva Zelanda va camino a prohibir todos los nuevos desarrollos de petróleo y gas. Noruega prohibió completamente la deforestación. Pueblos originarios del Perú se propusieron plantar 3 millones de árboles nativos. La Unión Europea puso fecha de vencimiento al uso de agrotóxicos y siete países del caribe le dijeron adiós a los plásticos de un solo uso para evitar la degradación de sus costas, entre cientos de ejemplos.
En este contexto, Argentina es el país que más alimento produce per cápita. Lo hace para 600 millones de personas. Sin embargo, más de la mitad de su población es pobre. Entonces: ¿Tiene sentido seguir deforestando para ampliar la frontera agropecuaria?
En la respuesta a esta pregunta mandan, al menos, los números y el sentido común. Empecemos por el segundo, los productos fruto de la explotación intensiva van perdiendo consideración en el mercado internacional y, a la vez, se hace cada vez más costosa su producción por los efectos negativos de estos en el suelo. Claramente la respuesta es no.
Si analizamos los números, los grandes productores y exportadores se concentran dejando a la vera del camino a los pequeños productores y la tecnificación desplaza mano de obra temporada a temporada. Como ejemplo, la soja genera un puesto de trabajo cada 50 hectáreas y el trigo uno cada 20 hectáreas. Visto está que la respuesta, por este lado, es un coincidente no. Entonces, deberíamos empezar a pensar como salir de esta ecuación siniestra que se alimenta de retenciones a una producción obsoleta y devoradora de recursos naturales para sostener un esquema de asistencialismo tan obsoleto como la mecánica con la que se nutre.
Argentina es el país que más alimento produce per cápita. Lo hace para 600 millones de personas. Sin embargo, más de la mitad de su población es pobre
La clave está en el estímulo a las economías regionales, el viraje hacia cubrir demanda global insatisfecha de los productos reclamados cada vez más por el mercado internacional y que, además, generan un mayor valor agregado y son sostenibles. En este marco, el sector orgánico y de alimentos saludables crece a un ritmo vertiginoso y nuestro país viene ganándose un espacio en ese mapa. De hecho, es el segundo exportador de este tipo de productos detrás de Australia.
Aquí entra el estado, que debería hacer un esfuerzo extra por tratar de proyectar un modelo productivo agropecuario que detenga la ampliación de la frontera de inmediato, tomando medidas drásticas para proteger los bosques nativos que nos quedan. Por otro lado, entender que el mundo está reclamando otro tipo de productos y estimular a los productores con planes integrales que permitan la reconversión de la producción hacia estándares agroecológicos y orgánicos. Muchos dirán que los rindes son menores y es cierto. Tan cierto como que los precios de estos productos son mayores, en algunos casos hasta un 50 por ciento más que los transgénicos producidos con agrotóxicos.
Pero para no quedarse con un planteo meramente economicista, los beneficios van mucho más allá de la rentabilidad de un negocio. Con planificación y apoyo estatal, rápidamente el mercado orgánico podría expandirse y dar el salto para llegar al número uno a nivel global consolidando la «marca» Argentina que ya cuenta con un prestigio importante. Desde ya, esto traería un inmediato correlato ambiental, de creación de cientos de miles de puestos de trabajo y freno a la degradación de los suelos y pérdida de bosque nativo, entre muchos otros beneficios de índole económico y social.
De eso hablamos con Nacho en el final de nuestra charla. De las urgencias prevaleciendo, como siempre, sobre lo importante. Por eso le manifesté mi escepticismo y él su recurrente esperanza. «Tenemos Dirección Nacional de Agroecología» vociferó luego de saludarnos y mientras cruzaba la avenida Rivadavia al trote. No sé si será mucho, pensé mientras me acomodaba el barbijo, pero siempre se empieza por algo.
Es licenciado en Relaciones Internacionales (UCASAL), Diplomado en Derecho Ambiental (UBA), periodista (UCA) y escritor. Director del Instituto Nacional de Formación Profesional de la FAREM. Ha publicado 12 cuentos breves por un árbol.
- Agroecológicos y orgánicos: una oportunidad para Argentina - 23 octubre, 2020